El Mundo Today

2011/10/30

Morbo

La citó en el parque.
Pensaba tanto en ella que necesitaba verla de vez en cuando para luego poder soñarla lo más exacta posible, con su olor exacto, sus rasgos exactos y la textura exacta de su piel.
Antes de salir de casa, se descapulló el pene; quería que estuviera bien despierto mientras estaba con ella y sabía que el roce de la tela del pantalón con el glande lo mantendría en un estado de semierección permanente.
La mujer se cubrió el pubis, humedecido ante la expectativa del encuentro, con las braguitas que siempre se ponía cuando pensaba en él.
Se besaron en la mejilla, prolongando el beso para captar plenamente el olor del otro. Después conversaron sobre cuestiones intranscendentes, pero sus cuerpos hablaban de otro tema. Las miradas ávidas dirigidas a zonas estratégicas, los pezones erguidos de ella, el movimiento de los muslos de él oprimiéndose los testículos eran los signos de ese lenguaje con el que sus cuerpos habían tratado de comunicarse durante años sin conseguirlo.
Esa tarde, sin embargo, el hombre captó el mensaje y respondió abrazándola con la urgente brusquedad de un primerizo y besándola con la voracidad de quien ansía recuperar a mordiscos el tiempo perdido en una juventud malgastada.
La mujer se sentó sobre él, rodeándole las caderas con los muslos para restregar su vulva contra el miembro endurecido.
Se miraban sorprendidos ante su propio atrevimiento; se habían masturbado tantas veces pensando el uno en el otro, habían derramado tantos litros de fluidos soñando con momentos como el que estaban viviendo, que ahora no sabían qué decirse. Volvieron a besarse, dejando que sus lenguas se dijeran sin hablar lo que nunca se habían atrevido a confesar con palabras.
Desde un banco cercano, un adolescente los observaba con disimulo, tratando de obtener información de primera mano sobre la misteriosa técnica del beso. Para el resto de la gente eran una más de las parejas del parque.
No sabían que él era sacerdote.
No sabían que ella estaba casada.
No sabían que eran hermanos.


<<Mi amigo Luis
Brindis>>

2011/10/22

Brindis

Cuando ella lo abandonó, el pasillo empezó a ganarle terreno poco a poco.
No podía tocar nada, todo cedía al apoyarse.
Se convirtió en un blando bufón de trapo de sueños inconclusos, convertidos en gelatina pegada en el techo.
Al convencerse de que no volverían a pastar los camellos en su seto, dejó de amaestrar caracoles y de controlar su mundo desde la ventana.
Desistió de poner rienda a la materia.
Cuando ella volvió a casa, las paredes habían ganado la batalla. El suelo se mecía en olas casi imperceptibles y el aire estaba frío.
Lo encontró en el pasillo, colgado de una viga, desnudo y empalmado.
Una nota en un sobre minúsculo rezaba:
“Brindo la muerte de este toro a mi gran amor,
a mi dulce sueño,
a ti, mi vida.”


Morbo>>
<< De un diario

2011/10/13

Página de un diario

Yo la quería mucho. Aún la quiero. Seis años viviendo con la mujer que amas son una bendición. Pero ella se quejaba. Siempre se quejaba. No siento, me decía. Te quiero pero no siento. Ella corría enloquecida tras su orgasmo. Yo me conformaba felizmente con su frío.
Yo la quería mucho. Aún la quiero. Seis años de querer a una persona no es algo que se olvide en media hora. No te apures, le decía. No hay obligación, esto es un juego. Te quiero tal como te siento. Fría. Y por las noches añoraba cuevas húmedas. Me masturbaba. Frutas abiertas. Agua caliente.
Yo la deseaba mucho. Aún la deseo. Probaba cien caricias, inventaba mil juegos. Me sometía. La sometía. Compraba juguetes. Imaginaba roles. La untaba de aceite. La noche entera un beso. Todos sus rincones. Mis dedos por ella. Mis labios, mi lengua. Como un poseso. Enardecido, loco.
Enamorado.
Todo inútil. No siento, me decía. Te quiero pero no siento. Ella decidió que el calor se le negaba. Dejó de preocuparla. Yo me conformaba. Dejé de masturbarme. Así me sentía más fiel. Más cercano. En mis sueños ya no había musgo. Casi. Y fuimos felices un tiempo. Pero ella cambió. Siempre cambiaba. Decidió que había miedo. Ella corría enloquecida tras su frente. Yo me conformaba feliz con su presencia. También me la negó.

Llovía lejos, en algún sitio, y ella se fue. Un mes que parece un año. Seis años que no son nada. Nada. No soy nada sin ella.
Hoy ha vuelto. Esta mañana. Eran las seis y ha vuelto. La luz en la cocina era bonita. Amanecía, y en mi corazón casi. Sus ojos alegres y ya está, he dicho, pero no. No era eso.
Estoy cansada, cariño. Pero tenía que contártelo hoy mismo. Ya siento. Nunca creí que fuera así. Tan bello. Un joven árabe. Así, en un bar, sin conocerlo. Me miraba y ven, me ha dicho. Y yo, como si no fuera yo, con él, toda la noche. Sin descanso. Mi cuerpo suyo, mi piel, toda yo como si no fuera yo, en su manos. Mi entrega. Te trataré como a una diosa. Y cantaba cosas bajito. Y me soplaba. En la nuca. En los pezones. En un muslo. Me tocaba suave. Me agarraba fuerte. Me hacía daño. Me volvía loca. Y su verga de repente como si no cupiera. Y era yo la que gritaba. Era yo, cariño. ¿Te imaginas? Te trataré como a una perra. Y yo, como si no fuera yo, hambrienta. Lo lamía. Todo su cuerpo, cada palmo. Le pedía más, dame más por todas partes. Era yo que suplicaba. Cariño, ¿te imaginas?

Sí, yo imaginaba. Claramente.
Entre mis vísceras partidas, las imágenes. En mi vientre roto ella a cuatro patas. Sobre mis riñones desgarrados sus labios chorreantes. Bajo mi corazón abierto ella abierta en un gemido.
Se ha dormido. Está agotada mi amor. Y en nuestra cama se ha dormido. Yo la miro. Qué bonita la luz en su pelo. Se lo acaricio. Suavemente. Con todo mi cariño lloro. Suavemente.


<<Brindis
Mujer junto al mar >>

2011/10/08

Mujer frente al mar

Ahí estaba ella.
De espaldas a mí.
Frente al mar.
Los codos apoyados en la barandilla, el cuerpo inclinado hacia delante, dibujando en su espalda una ladera que moría en la suave elevación de las nalgas.
Esa tarde no llevaba el vestido acostumbrado, ese leve dibujo de tela blanca que caía de sus hombros desnudos acariciándola al son de la brisa, trazando sus formas allí donde el viento quisiera ceñirla. Esa tarde, el tejido gris de su chaqueta escondía la piel que me tenía obsesionado desde hacía tiempo y un nuevo aire elegante parecía hacerla más inasequible que nunca. Tal vez por eso, esa tarde, me acerqué a ella.
Me apoyé en la barandilla, justo a su lado. El rompeolas es un lugar alejado y solitario, pero ella parecía no dar importancia a mi proximidad. Sus gafas oscuras seguían dirigidas hacia algún punto del mar. Su inmovilidad espoleó mi audacia y permití que mi mano, guiada por su propio impulso, acariciara suavemente la media allí donde la falda le permitía nacer.
Un leve respingo. Sólo eso, y una ola que se encrespó levemente. Nada más. Ella no dijo nada, ni siquiera se movió, mantuvo su postura y prendió el cigarrillo que pendía de sus labios. Y mientras mi mano dibujaba la cara interna de su muslo, la dura línea de su nalga, el suave límite de su braga, yo supe que ella no iba a entregarme su mirada. No quería verme ni saber quién era. No iba a volverse, me concedía su espalda y se entregaba a mi caricia con la falta de pudor del que está solo, elevando un poquito sus nalgas, arqueando de forma casi imperceptible la cintura y moldeando entre sus labios el humo del cigarro.
Su vulva era una esponja caliente que palpitaba en la yema de mis dedos, que la recorrían sin prisa una y otra vez, saboreando golosos la hinchazón cada vez más evidente. Ella empezó a gemir muy bajito, de forma acompasada al ritmo de las olas, cabalgando en ese mar que me robaba su mirada y que a cada instante yo sentía más bravío.
Echó la cabeza atrás y en un instante su respiración se transformó en algo ronco y agitado y mis sienes comenzaron a latir llevando calor hasta mis ojos y todo se aceleró.

Tras unos instantes de silencio, ella, siempre de espaldas a mí, se ordenó con paciencia sus prendas, se ajustó las gafas y se alejó. Sólo entonces me dí cuenta de que un hombre la esperaba en un coche.



<< Pág. de un diario

Reto nº 5 >>

2011/10/06

“De perros es ladrar a quien no se conoce” -- Heráclito (microrrelato 26)


Había calculado quedarse allí unos seis meses y se volvía al día siguiente. Como oliendo la mala onda que de él dimanaba, y como si la calle les perteneciera, todos los perros y perras de Eugenio Bustos sin excepción y sin conocerle, o por no conocerle, le ladraron mientras arrastraba por la acera su intacto equipaje desde el hotel hasta la terminal de micros. Su nueva vida había durado aproximadamente unas 36 horas.

2011/10/04

Reto n.º 5

Del anterior reto he extraído una conclusión: cuando mentimos mostramos nuestra verdad más profunda. Quizá sea porque nuestros fantasmas han estado tanto tiempo ocultos en su escondrijo que les da vergüenza salir desnudos, les resulta más fácil exhibirse vestidos con los ropajes de la ficción. ¿Qué te parece si creamos un taller de confección literaria para tejerles disfraces?
Convirtamos nuestras obsesiones en cuentos utilizando personalidades falsas para mostrar nuestra auténtica personalidad.

Hagamos literatura. 



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