El Mundo Today

2011/11/26

Virtuosas matrices han engendrado vástagos perversos

Si scires de incommoda quae parentes ad vos stare
tu non dormias felicitas in tali dui quam numquam lavari
et non ad magnificum turpis
te operas
et non cogites de omnibus quae times
Hoc scire debes non anima tua deserta per infantiam tuam nubila
propter otium fuit
quod frustra errare trans mare magnum sicut mirum nauta
tuas in tua damna sola tua infirmitate

2011/11/24

Buena chica

Como todos los sábados, llegó al chalet unos minutos antes de la diez.
Saludó a sus padres con un beso, se lavó los dientes, volvió a besarlos para desearles las buenas noches y subió a su habitación.
Papá y mamá se miraron complacidos, orgullosos de su hija y satisfechos de sí mismos por la educación que habían sabido proporcionarle.
-¡Reza tus oraciones antes de acostarte! -gritó papá desde el salón.
Pero ella no lo oyó; estaba ensimismada mirando las marcas de mordiscos que le habían dejado en los muslos esos tres vejetes tan cachondos con los que había pasado la tarde.


Reto nº 6 >>
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2011/11/15

Mártires y camicaces

 
Me contaba hoy un amigo nuevo que una vez, combatiendo en un conflicto neocolonial como peón de la Guerra Fría, se vio literalmente hundido hasta el cuello en mierda ...y eso era lo menos malo. Se había escondido en un estercolero para despistar a los perros del enemigo, que lo andaba buscando con intención de ni molestarse en apresarlo. Con tan poco envidiable perspectiva, mirando pasar una y otra vez patrullas enemigas a escasos metros de su posición, en la más pavorosa de las soledades, mi amigo se dijo: "Si salgo de ésta, todo lo demás me chupa un huevo"; y cumplió su promesa, lo que no significa que ahora le dé todo igual, sino más bien que aquel día estableció un orden de hierro en su personal jerarquía de qué merece la pena y qué no.
A mí mismo me llegó otra vez una advertencia parecida, en forma más amable y tal vez por eso menos efectiva; específicamente forma de maceta derribada por el viento hacia la calle desde la terraza de un quinto piso: su impacto objetivo, inapelable, a escasos centímetros de mi posición, en el paso de cebra de la calle Gallo a la altura de Córdoba, me hizo recordar con claridad cegadora hasta qué punto no es una frase hecha eso de que podemos morir en cualquier momento, inopinada, absurdamente, sin previo aviso, orden ni sentido. De la manera más inútil, arbitraria, gratuita. Y no habrá gloria en nuestro sacrificio, porque ni sacrificio será.
Se sacrifican los mártires, como bien sabe mi nuevo amigo, que reconoce sin equívoco la victimista mirada del mártir y huye de ella como de la Dictadura, porque el martirio da mucho miedo justificado. Es la peor muerte, una cargada de razones, sierva de una Causa superior que la legitima. A la inversa, ese sacrificio escupido con nula elegancia a la cara de la mayoría afortunadamente incapaz de gestos presuntamente tan nobles es lo que convierte a una Causa en buena y justa, al punto de volverla efecto: "si antes pudiera ser que no tuviésemos razón, ahora sí que no hay duda de que la tenemos, como demuestra más allá de toda duda la sangre del mártir", vean, miren, admiren: sus mutilaciones, su ab-negatio, sus sesos esparcidos sobre la fachada de la vieja biblioteca pública de Mondragón.
(Los etarras pertenecen a un género martirológico especialmente repugnante: el de "si te mato, la culpa es tuya". ¿Ves lo que me obligas a hacer? ¿Es que no tienes corazón? Etc.)
En cambio un camicace que se precie obedecerá invariablemente a su personal código del honor, propio de un aristócrata. Aun cuando él crea con toda sinceridad estar sacrificándose por su Emperador, su principal impulso será el amor propio, lo que en mi opinión vuelve su muerte mucho más estética, incluso artística de puro subjetiva.
En su caso, paradójicamente, la gloria del sacrifico consiste en que no se trata propiamente de un sacrificio. En el fondo el camicace no muere en otras aras que las de su propio orgullo. Su sufrimiento no le reza a ningún Dios, sino que por el contrario le sitúa a él por encima de Dios, como decía Simone Weil. Más que someterse al Orden superior que le gobierna, impone caprichosamente el suyo particular, cierta suerte de caballerosidad, a lo que juzga caos ingobernable.
Asusta mucho, sí, comprobar sin ningún género de dudas que algunos eligen y hasta anhelan ser mártires, prefieren ser abatidos intentando saltarse el Muro de Berlín (opción heroica-sacrificial) a cruzar de hecho al otro lado por el procedimiento de excavar pacientemente un túnel durante años (solución pragmática que permite asistir al final de la película en fila 8 y hasta con cerveza y palomitas).
Pero más aún asusta el camicace, por la gélida determinación, sin énfasis ni aspavientos, que le dicta su Código. Este no se inmola para cambiar la realidad, sino que es su más imperturbable servidor. Un mártir es útil a la Revolución e igualmente útil a la Contrarrevolución, se presta gustoso a ser manipulado; el camicace se limita a cumplir con su deber: la opción más digna cuando ya no quede nada por hacer (ni un minuto antes). El primero es fanático; y también el segundo, pero su fanatismo es del género pragmático.
La estética del camicace se aprecia ejemplarmente en los pocos artistas cuyo malditismo es auténtico, sin pose ni artificio: una vocación abnegada que empieza por negar al yo para someterse incondicionalmente al gran Arte con la entrega absoluta que exige el Amor desinteresado: la consecuente coherencia, a prueba de todo, de un Van Gogh o un Óscar Domínguez; la ciega fidelidad al ideal estético de un Artaud o un Leopoldo Mª Panero, cuya lucidez extrema desemboca fatal en la locura; la estoica impavidez de un José Tomás que, viendo con claridad al toro venir a embestirle, no se desplaza un milímetro de su posición, en la certeza de que un torero jamás cede sus terrenos a la bestia: antes bien, le dicta cuáles son los suyos, por dónde debe pasar. Y que de vez en cuando el toro te quite de en medio no refuta esa verdad, la corrobora.
También don Quijote es un camicace, y nunca más suicida que cuando recobra la cordura perdida por la fidelidad a una imagen irrenunciable de sí mismo. Hacia el final de la Segunda Parte (cap. LXIV), el bachiller Carrasco, uno de los terapeutas que pugnan por devolverlo al redil de la Realidad, idea la estratagema de retarlo a duelo, so disfraz de Caballero de la Verde Luna y condición de que, si Quijano cae derrotado, entrará en razón, o sea que se curará; o lo que es lo mismo: se rendirá, se apeará del rocín, domesticará a su desbocado yo, enemigo de cualquier felicidad; apagará su noble orgullo, su dignidad humana, como al más devastador de los incendios, abjurará del código que guía los hechos que importan de su vida, traicionará a su ideal más sagrado, es decir a Dulcinea.
Tamaño sacrificio es demasiado pedir de todo camicace digno de tal nombre, porque como decíamos el camicace casi nunca se sacrifica ni menos se justifica: pone ante todo su suprema voluntad de no rendir cuentas a nadie ni a nada. Por eso, cuando a la primera lanzada Carrasco descabalgó a Quijano y le puso la lanza sobre la visera diciendo:
»--Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Éste, yaciendo inerme e indefenso sobre la pútrida arena de la Barceloneta, "molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
--Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra".
No es imprescindible ser muy inteligente para darse cuenta de que don Quijote no puede responder otra cosa; y no por haber estado loco, sino porque los excesos de su locura le han otorgado la lucidez de saber que, en su desesperación, a un derrotado sólo le queda el honor de una muerte de camicace que no se sacrifica sino por sí mismo.
En el extremo opuesto al quijotismo, que no se sacrifica por nada, porque su honor le veta la inmolación de su yo, Cristo, Nuestro Salvador, es el Supremo Mártir. Pero, careciendo de madera de suicida, en el huerto de los Olivos se siente camicace, duda, nota intuitivamente que algo no anda bien, se da cuenta de que para ese cáliz no da la talla. Demasiado amargo. Al Redentor le falta el aristocrático orgullo del camicace, más que a nadie a Él, que ha convertido la humildad en valor supremo del cristianismo, llegando a lavar los pies a sus subordinados, indignidad entre lo friki y lo porno-chic en la que jamás incurriría un camicace, por no hablar de lo de poner la otra mejilla o perdonar 490 veces, que ya es como para perder hasta la cuenta.
Conclusión. Vaya usted por ahí enjabonando los pinreles a sus mandados y ya me contará lo que le duran el mando y el respeto. Esa misma noche, mientras el Maestro literalmente suda sangre, sus no tan fieles discípulos, los apóstoles en quienes por fuerza no tendrá más remedio que delegar, sucumben al sueño y caen todos sin excepción en brazos del pagano Morfeo. No sólo por el pequeño detalle que a ellos no los van a crucificar, que también, sino sobre todo porque tanto el canon del mártir como el del camicace dictan de forma determinante que ambos trágicos héroes deben enfrentarse en perfecta soledad al destino elegido. Y en un trance así cuenta más que nada saber qué cosas, y cuáles no, de verdad importan.

2011/11/12

The Big Gang Bang


Al principio era el Caos infinito, hasta que llegó la Gea, con su soberbio par de bufas, hogar seguro de cuantos inmortales dioses, fuente de todo Orden, moran las nevadas cimas del Olimpo. Al fondo de Gea está el tenebroso Tártaro. Eros, el más hermoso de entre los dioses, ablanda a las perras y endurece a los mastines, insuflando la insensata voluntad en sus corazones. Del Caos surgieron Érebo y la negra Nix, que echaron un polvo bien echado, del que nacieron Éter y Hemera. Gea parió al estrellado Urano con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así morada siempre segura de los felices dioses, esa panda de salidos. Ya puestos, parió también a los grandes Ourea, deliciosa morada de diosas, las Ninfas que habitan en boscosos montes; y al estéril piélago de agitadas olas, el Ponto, en este caso, no se sabe por qué, sin mediar el grato comercio.
Un poco puta ya salió la Gea, que chingando con Urano alumbró: a Océano, de profundas corrientes, a Ceo, a Crío, a Hiperión, a Jápeto, a Tea, a Rea, a Temis, a Mnemósine, a Febe, de áurea corona, y a la amable Tetis. Después de ellos nació el más joven, Cronos, de mente retorcida, el más terrible de los hijos, quien se llenó de un intenso odio hacia su padre. Ya que se había metido en canción, la coneja de la Gea parió también a los Cíclopes, de soberbio espíritu, a Brontes, a Estéropes y al violento Arges, que regalaron a Zeus el trueno y le fabricaron el rayo.
Éstos en lo demás eran semejantes a los dioses, pero en medio de su frente había un solo ojo, con su niña y todo, no confundamos.
Cíclopes era su nombre por eponimia, ya que en efecto un solo ojo completamente redondo se hallaba en su frente. El vigor, la fuerza y los recursos presidían sus actos. También de Gea y Urano nacieron otros tres hijos enormes y violentos cuyo nombre no debe pronunciarse: Coto, Briareo y Giges, monstruosos engendros. Cien brazos informes salían agitadamente de sus hombros y a cada uno le nacían cincuenta cabezas de los hombros, sobre robustos miembros. Una fuerza terriblemente poderosa se albergaba en su enorme cuerpo. Qué queréis que os diga: a mí este cuento de Hesíodo con Gang Bang incluida me resulta mucho más comprensible, verdadero y entretenido que la presuntamente científica cosmogonía del Big Bang.

2011/11/09

Politics

I question politics


It’s tourettes ticks


for me. Shit it is


with man as a ruler


as he tries to fool her.


I say:


“Fuck off to you sir


I’ll rule myself today”


2011/11/07

Edible Animals IV -- Helix Pomatia



Lo primero que hay que hacer con el caracol es engañarlo, porque un caracol no engañado, al primer contacto con el agua hirviendo, se retraerá a lo más profundo de su concha, dificultando su necesaria extracción. El no menos necesario engaño se realiza sometiéndolo a una cocción muy lenta, que empieza con agua fría (y sal). De este modo el gasterópodo, al notar la lenta pero inexorable subida del calor, saca el cuerpo de su concha; y así, con sus carnes gentilmente servidas al comensal por el cadáver exquisito, lo sorprende la muerte, como nos sorprende a casi todos, porque todos somos novatos al morirnos.
No hace falta decir que la tapa del perol donde así se engañan los caracoles deberá estar puesta ...o tal vez sí haga falta. Una vez lo omití al explicar este arte del engaño a una cocinera del pueblo neoyorquino de Liberty, quien después de haberlo puesto en mejorable práctica me llamó por teléfono para reprocharme amargamente que hubiera olvidado el detallito. Conmovida por el cruel sino de los caracoles y para no asistir a él, esta cocinera, que además era mi jefa, había abandonado la cocina dejándolos en la olla sobre el fuego; y éstos hicieron lo que habríamos hecho usted y yo: salir de allí a toda la velocidad que les permitían sus pies-estómagos. Cuando la pobre mujer calculó que ya estarían con la mayoría, es decir muertos, regresó a la cocina, para encontrárselos por todas partes de ésta --incluidas algunas de difícil acceso como el techo-- y aun fuera de ella. Semanas después del incidente, que se saldó con el indulto colectivo de los bichos, todavía encontró unos cuantos detrás del frigorífico.
Mis relaciones con los caracoles siempre se han caracterizado por cierta unilateralidad: ellos están ahí y yo me los como. La culpa es suya por estar tan cojonudos. Yo desde luego los engaño, pero con la tapa puesta por si algún recalcitrante no se aviene a dejarse engañar y, no contento con eso, tiene además la impertinencia de guiar a los demás a la Libertad invertebrada, como un vulgar cacerolero indinao.
Esta obligatoriedad de la tapa también rige para la cesta en la que se recogen (¿cazan?) los mejores caracoles, que son los silvestres, teniendo especial fama los de Chernobyl, por sus amenas mutaciones; y es que ser caracol no necesariamente equivale a ser tonto: recoja usted caracoles al húmedo de tras una tormenta de verano y guárdelos en una cesta descubierta; ya me contará cuántos de ellos no escapan de su encierro trepándole insolentes por la espalda o bajándole por su pantalón de cazacaracoles. Alguno hasta se lanzará al vacío con insospechada agilidad desde el borde de la cesta; pues que el caracol es animal lento de movimientos pero ágil de reflejos. Lo sabe cualquier inocente niño que le haya percutido inocente e interminablemente con el dedo en el ojo, como parte de su aprendizaje para la vida en humana sociedad.
Los mejores caracoles silvestres que he intrépidamente cazado estaban tan felices en un bosque holandés, provocándome de la manera más imprudente. Tras milenios sin que nadie les molestara aparecí yo, experto depredador provisto de una bolsa de plástico con capacidad para unos tres kilos que llené en cosa de cuarenta minutos. Ni se enteraron (según declararon a la prensa progre los caracoles testigos supervivientes, "todo ocurrió muy rápido"). Además de ser muy abundantes, tenían un tamaño tan respetable que a muchos de ellos podía reconocérseles por la cara. "Epa, Fulano", y tal. No pocos trepaban por la húmeda corteza de los árboles, hasta la altura de mi mano, para facilitar su captura. Holanda siempre fue un país muy avanzado.
Mi caza furtiva pero tolerada de caracoles, European Tour 1993-2000, me causó en una ocasión problemas con la Policía inglesa, con las agravantes de nocturnidad y alevosía. Provisto de una linterna recogía yo a mis víctimas, que haciendo gala de un pésimo timing se habían encaramado a la tapia de un jardín de la calle Lancaster de Farnham (Surrey). Serían las 11 de la noche cuando un vecino juzgó mi comportamiento sospechoso y avisó a la bobfia, que no podía creer lo que vio mientras yo alumbraba con mi linterna el interior de la bolsa: con imperturbable flema británica, mis moluscos prisioneros iban ascendiendo con la vana intención de huir de ella, dejando por el camino un rastro tan mucoso que convenció a la bobfia de que mi locura era benigna, prácticamente inofensiva. Por si les quedaban dudas, hice una alusión a shakesperianas tempestades de verano que habría convencido al más escéptico miembro del Surrey Constabulary.
Informado de mi estrafalaria pero anodina conducta, propia de un extranjero subdesarrollado además de sucio, algo estúpido, un poco de mal gusto y un mucho cutre not to mention quite peculiar, barbaric and cruel, el mismo vecino que me había denunciado me indicó, a la luz del día siguiente, dónde le pareció ver muchos lindos gasteropoditos: en un rincón de su propio jardín donde él solía derramar la cerveza pasada que le sobraba al fondo del tonel. Me dijo que prefería que yo me ocupara de ellos, devorándolos según la receta de mis riojanas abuelas, a perseverar en su vieja costumbre de pisarlos con sus botas de entretiempo. Ese día aprendí que a los caracoles el olor a cerveza les atrae de forma irresistible. A mí me pasa lo mismo.
Parece ser que la baba de caracol es buena para regenerar la piel, o eso dicen los publicistas que te la venden al grotesco precio de 70 euracos el tarro (más gastos de envío). Yo recomiendo a las señoras (a quienes a juzgar por la publicidad está destinado el producto en cuestión) que se ahorren dinero y molestias adoptando media docena de gasteropoditos y se coloquen sendas hojas de coliflor en las mejillas y/o en la almejilla para que en las largas noches de invierno les paseen por la cara a voluntad, defecándoles también a voluntad en el lunar del pómulo durante el paseo. No será chic, pero seguro que hay hasta quien lo encuentra vagamente humanitario.

La receta. Aprendí a cocinar caracoles mirando cómo los hacían mis abuelas, que jamás compraron ninguno, vivo ni embotado. Éste era su modus operandi, con un añadido alavés que aprendí de san Prudencio. Para 5 personas sin remilgos.

1 kg de caracoles vivos y famélicos
150 g de jamón cortado en tacos
Otro tanto de chorizo en dados
250 g de champiñones u otra seta comestible
10 g de psilocybe semilanceata u otra seta tóxica.
Una cebolla grande
Media cabeza de ajos
Medio kilo de tomates
Tres guindillas o alegrías bien picantes
Aceite, sal y pimentón dulce

(Los caracoles deberán dejarse sin comida ni agua un mínimo de ocho días, en un lugar fresco y ventilado. Lo mejor: una criba vuelta del revés en el alto. Hay quien los purga en harina, aunque esto tiene el inconveniente de que se nota para mal en el sabor. Purgados o no, es preciso lavarlos varias veces en agua templada con sal y vinagre. Un método mejor, que aprendí en Santander, es remojarlos en el mar, dentro de una red --por ejemplo amarrándolos a una roca donde golpeen las olas--; pero en La Rioja es difícil de aplicar.)

Modus. Engañar a los caracoles sólo hasta que mueran, sin dejar hervir el agua. Si está de buen humor puede cantarles una nana o ponerles el "Some Like It Hot" cantado por Marilyn Monroe (hasta ahora ninguno se ha quejado). Escurrirlos bien y lavarlos un poco bajo el grifo, con agua fría. Reservar. Mientras tanto, en una cazuela, sofreír la cebolla y el ajo. Cuando estén dorados añadir el jamón, el chorizo, los tomates (pelados) y los champiñones (también pelados) et al.; salar y rehogar unos quince minutos a fuego vivo, con la tapa puesta para que tampoco huya ningún champiñón. Añadir los caracoles y dejar cocer otros cinco minutos. Finalmente añadimos agua hasta cubrir los caracoles, más las guindillas y el pimentón, y cocemos a fuego lento hasta que reduzca. Dejar reposar unos quince minutos antes de servir. Es plato que admite recalentamiento al día siguiente; y algunos dicen que así sabe mejor. Son, naturalmente, unos bárbaros civilizados.

Edible Animals III
Edible Animals V

Mi amigo Luis

Sólo hay una persona en el mundo a la que odio de verdad, a la que odio con las tripas: a Luis. De niños pertenecíamos a la misma pandilla, pero él era el jefe y yo su esclavo. Me trataba como a una bolsa de basura, disfrutaba humillándome y ridiculizándome, sobre todo si había chicas delante.
Convirtió mi infancia en un infierno y mi adolescencia en una tortura interior. Sólo cuando me fui del barrio comencé a recobrar mi autoestima, y hasta que no terminé la carrera no reuní la seguridad suficiente para acercarme a una mujer.
Por eso le invité a mi boda, para restregarle por los morros a mi esposa, para que viera que el bufón había conseguido enamorar a una princesa preciosa que guardaba su pureza para él.
Durante el banquete disfruté mirando cómo contemplaba con lascivia los maravillosos pezones de mi mujer. Y contemplando yo a la suya, que ya parecía la madre de la mía. De todos los sabores de aquel día, el de la venganza fue el más dulce.
Su regusto me duró hasta después del baile, salí al aparcamiento y vi a mi antigua pandilla riéndose alrededor de un coche. Me acerqué para ver qué ocurría.
En su interior Luis estaba desvirgando a la que ya era mi esposa.


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