El Mundo Today

2012/01/29

Platero y yo y yo

La primera vez que leí Platero y yo tenía trece años. Había ido a pasar las vacaciones de verano al pueblo de mis abuelos y mi madre lo metió en la maleta junto con unos cuantos libros más de ambiente rural.
Recuerdo que inicié su lectura una tarde, en la piscina. No había terminado la primera página cuando mi pirindola se empinó de tal modo que tuve que colocarme boca abajo para no provocar un escándalo público. En los días siguientes, cada vez que comenzaba a leer el librito, el fenómeno se repetía a un ritmo de dos erecciones por capítulo. Al principio no me preocupé demasiado: estaba acostumbrado a que mi sexualidad incipiente y mi traviesa lombricilla me dieran sorpresas de ese tipo; pero un día el asunto se complicó. La noche de aquel infausto día mis abuelos estaban en la calle tomando el fresco y aproveché para ver uno de esos programas nocturnos que tratan de emular a La parada de los monstruos. Entrevistaban a un señor que confesaba sentirse atraído sexualmente por las vacas lecheras y por las ovejas recién esquiladas. Aquella noche me enteré de la existencia de la zoofilia e inmediatamente una pregunta golpeó mi cerebro: ¿Sería yo un zoófilo de la categoría de los burrófilos?
El resto de las vacaciones fue terrible. Siempre que me cruzaba con un burro no podía evitar quedarme mirándolo, angustiado ante la posibilidad de que su cuerpo despertara el deseo en el mío. Por suerte, ni los ojazos de la burra del tío Tiburcio, ni los muslos del burro del tío Robustiano, ni siquiera el culito respingón de la burra del tío Toribio lograron turbar mi ánimo. Esto me tranquilizó un poco, sin embargo el efecto vasodilatador que Platero y yo ejercía sobre mí continuaba, y prosiguió a lo largo de los años.
Escribí a consultorios radiofónicos y a revistas de parapsicología explicándoles mi caso, pero nadie pudo aclararme el misterio, hasta que un día, cuando tenía veintidós años, yo mismo encontré la solución del enigma. Cursaba cuarto de Filología y en clase nos estaban explicando las teorías de una de esas corrientes de forenses literarios, no recuerdo si era la escuela taxidermista o la estructuralista, de repente tuve una revelación: Platero y yo no es un libro infantil, es un libro erótico escrito en clave metonímica.
Me explico, según mi teoría Platero es el nombre que el autor emplea para llamar al coño de su novia, haciendo uso de la metonimia: llamar al todo por el nombre de la parte, en este caso su parte preferida del todo de su novia. En algunos pasajes también emplea la personificación para denominar a su propio miembro, v. g. en el capítulo XX lo llama la niña chica, queriendo significar no que sea pequeño, sino que es tan grande como una niña pequeña.
Analizando la obra desde una perspectiva metonímica y teniendo en cuenta la interrelación texto/estructura extratextual, la dicotomía forma/contenido y la sintagmática de la unidad léxico/ semántica se llega a la conclusión de que el verdadero tema del libro es la descripción de los juegos que el poeta y su picha realizaban con el coño de su novia por los campos de Moguer.
Antes de que mi razón lo comprendiera, mi inconsciente ya lo había intuido, de ahí el efecto que la obra causaba sobre mi libido.
Podría aportar al menos una docena de argumentos para avalar mi teoría; pero prefiero que los lean convenientemente expuestos en el capítulo dedicado al tema en la tesis que estoy preparando y que se titulará: Análisis semiótico de la vagina española a través de la literatura.
De todos modos, les ofrezco una breve antología de Platero y yo, que leída a la luz de las claves que acabo de aportarles, les convencerá de lo acertado de mi teoría.




Platero y yo (Antología)


Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón (…).
Come cuanto le doy। Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra.
(Pag. 9)

Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad.
(Pag 66)

La niña chica era la gloria de Platero। En cuanto la veía venir hacia él con su vestidito blanco, saltaba igual que un niño.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa.
(Pag. 98)

En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven las primeras rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en la luz celeste que entra por las rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi lecho mullido.
Platero rebuzna de nuevo। ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me importa? En la ternura del amanecer, su recuerdo me es grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.
(Pag. 125) 

2012/01/19

Pequeñas travesuras

Siempre he sido un libertino. Desde que tengo memoria.
A los seis años una chica del colegio que casi me triplicaba la edad me desvirgó tras la tapia de las piscinas en una audaz combinación del juego de médicos con el de “Arre, caballito”. Lo cierto es que sólo recuerdo unas respingonas tetillas que botaban frente a mi cara y una agradable comezón que superaba incluso a la de hacerse pis en la cama, pero aquella experiencia me marcó para los restos.
Toda mi época escolar se convirtió en una persecución constante de mi pequeño sátiro a la infinidad de ninfas que poblaban el colegio, delicadas criaturas de culito prieto y rubor fácil.
A los dieciséis años entré como aprendiz de un carpintero, que me despidió dos días después al descubrirme lamiendo las ingles de su señora, bendita ella y su sedoso pubis.
A los dieciocho me contrataron como portero en la discoteca del pueblo, proporcionándome dos años de peleas con novios y escarceos con novias en el reservado. La gonorrea que contraje en la mili frenó de alguna forma mi ardorosa actividad y me empujó, con la ayuda de mis familiares alarmados por mi mala vida y la de un capitán de la guardia civil por la de su mujer, a un matrimonio que nunca debió formalizarse.
Yo jamás prometí nada a mi esposa y por lo tanto en nada fallé. De hecho, trabé gran amistad con dos conocidos de mi pueblo que le demostraban, día a día, a mi Jimena que mi degeneración no era algo tan inusual.
Pronto la fama de los tres juntos superó con creces la mía, hasta el extremo que rara era la mujer que se atreviera a saludarnos, salvo las que eran capaces y aficionadas al juego a tres bandas en el que nos perfeccionamos.
Mi mujer no daba muestras de arrepentimiento en su obcecada actitud respecto a mis aficiones y amistades, al contrario, cada día las escenas que me montaba se superaban en dramatismo e histeria. Cada noche que mis amigos y yo llevábamos una presa a mi casa, ella amenazaba con suicidarse, y lo hacía a gritos, proporcionando un contrapunto casi artístico a los gemidos de nuestra bien servida huésped.
Un día, uno de mis camaradas nos anunció su matrimonio con una muchacha de la localidad famosa por su ninfomanía y sus hectáreas de viña. Para celebrarlo decidimos pasar una noche especial, por todo lo alto, con la mejor profesional del lugar pero, cuál fue la desilusión al descubrir que nuestra fama nos cerraba las puertas de los dos puticlubs del pueblo. Decidimos adaptarnos a las circunstancias y bajar el listón echando mano de una de nuestras amantes habituales… fogosas, sí, pero más torpes de ejecución y duras de maniobra. Tampoco fue posible. Las fiestas navideñas y cierta epidemia de gripe habían dejado desoladas las calles.
Tristes pero enteros, porque donde hay casta no hay desánimo, nos dirigimos a mi casa para tomar unas copas y recordar otras noches más propicias, pero al llegar descubrimos que mi querida Jimena había decidido amargarnos la noche cumpliendo sus viejas amenazas.
Su cuerpo desnudo flotaba en una nube roja en la bañera.
El seco impacto de la sorpresa heló nuestra alegre charla y durante unos momentos no pude apartar los ojos de sus muñecas abiertas. Pasaron lentos los segundos de duelo antes de que yo, sobreponiéndome a mi aversión a la sangre, pudiera sonreír a mis amigos y decirles:
-A este cadáver no le va a quedar agujero sano esta noche.


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2012/01/09

Reto n.º 7



¿Te has fijado en la relación que existe entre el humor y el erotismo?
En ambos está implícita la voluntad de transgresión.
El humor nos consuela de lo que no hemos podido ser; las fantasías sexuales, de lo que no podemos hacer.
El mejor humor es el que se rebela ante lo establecido, lo institucionalizado y lo sacralizado; y no hay nada tan irreverente como una buena perversión.
Te propongo que unamos ambos conceptos y escribamos un par de historias perversamente divertidas.


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