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Un buen día una mano llamó su atención. Había visto muchas manos similares, pero ésta en concreto la magnetizó y provocó la aparición de una mancha rosada en su nervadura, como una herida de mil sentimientos desordenados. La mano se detuvo frente a ella y le pareció que se le detenía la savia, presintiendo su tacto cercano.

Todo habría seguido el curso normal de los acontecimientos amorosos a los que estamos acostumbrados los humanos si no perteneciese la hoja a un mundo ajeno a todo lo que denominamos “normal”. Por ello, numerosos fenómenos comenzaron a sucederse entre sí, todos ellos desencadenados por los celos del más poderoso de los elementos del mundo de Prada: el viento. Al ver aquel gesto de amor tan puro y tan natural, al identificar el hilo prohibido, comenzó a rugir y a azotar sin piedad las ramas del árbol que alojaba a Prada. Los bramidos del viento convirtieron el baile de la hoja en un balanceo frenético, en una lucha a muerte para evitar su desprendimiento de la rama.
Mientras tanto, la mano observaba la escena perpleja, sin saber qué hacer. Veía sufrir a su hoja y no entendía las reglas de este mundo al cual pertenecía Prada. Quería ayudarla, pero no sabía cómo. Comenzó a moverse nerviosa, a abrirse y cerrarse, a cansarse, a dibujar puños en el aire y a esgrimir objetos.

Pasaron los días. La mano aparecía día tras día bajo un temporal de muerte, poniendo en peligro su propia vida a fin de visitar a la hoja y ver si todavía seguía existiendo. El viento seguía agitándola, pero Prada resistía sus embates. Un día la mano pensó haber encontrado la solución a la amenaza del viento. Aquella gran idea sería su gran destrucción, pero la mano no lo sabía. Trajo una bolsa de plástico de una casa y la colocó amorosamente alrededor de Prada. La hoja intentó disuadir a la mano, advertirla del daño que traería consigo su acción, pero la mano no entendía el lenguaje de aquel mundo. Prada dejó de sufrir a causa del viento y también dejó de percibir los aromas, los sonidos y las visiones que la hacían sentirse viva.
La bolsa la separaba del hilo rojo, de su mundo, de sí misma. Dejó de conocerse e inventarse. Dejó de sonreír coqueta y de bailar con los elementos. La bolsa la estaba sofocando y aquella mano, que una vez había visto elevarse al aire en forma de puño, se le apareció como un carcelero. Sus sensaciones estaban tan diluidas dentro de aquella maldita bolsa que ya no encontraba señales de atracción ni amor por aquella mano, aquella mano distinta a las demás, que había llamado su atención.
