El Mundo Today

2008/03/05

La planta de la celda

Al fin había caído en manos de los niños un objeto de deseo, curiosidad y rebeldía. La planta lucía varias flores y se exhibía ante ellos esbelta, desafiante y orgullosa. El niño más alto, que no era el mayor, pero lideraba el grupo, se acercó lentamente a la maceta que la sostenía y tanteó sus fuerzas frente a las de semejante ser vivo. En cuanto la vio indefensa, estática y miedosa ante su presencia, se envalentonó y convocó a los demás. “Empezaré por la flor más pequeña" parecía decir mientras su mano se aproximaba a ésta y la arrancaba de cuajo con la fuerza de un demonio. La apretó en el puño y la deshizo en el acto; en seguida, abrió la boca y la devoró con la ansiedad y el deseo de quien no ha comido nunca carne humana. Mientras su boca se tornaba roja con la sangre del sacrificio que acababa de producirse, los otros niños observaban la escena entre excitados y ofendidos. El niño más alto, poseído por un fuego infernal, sonrió ante su hazaña y pensó en el inmenso placer que le reportarían el resto de las flores de la planta. En ese momento, sonó una sirena en el exterior y hubo de atender a otros asuntos...

++++

En Loganta existe una calle que se llama simplemente calle Mayor pues es la más grande del pueblo. En ella se encuentra la comisaría de policía y por segunda vez ese día Rutilda se dirigía hacia allí para averiguar el paradero de su hija, a quien habían detenido la noche anterior. No se le había imputado cargo alguno; se trataba a todas luces de una detención ilegal. Rutilda estaba dispuesta a denunciar el hecho y a buscar justicia, aunque era de todos sabido, ella incluida, que su hija había sido arrestada debido a su relación con Justin. Éste se había visto obligado a abandonar el país un mes antes tras haber escapado de una redada a la sede de su partido. Todos sus compañeros habían decidido dispersarse por diversas zonas del país, pero dado que él era el objeto de la batida, creyeron más prudente que Justin tomase un avión con rumbo desconocido. El porteador lo llevaría con documentación falsa a un lugar seguro, donde su vida estaría a salvo. Cada vez que Rutilda se preguntaba si su hija correría la misma suerte, una punzada de dolor le atravesaba el hígado. Y, sin embargo, debía prepararse por si ocurría.

Ya a primera hora de la mañana había ido a la comisaría con la intención de organizarlo todo. Su plan era en primer lugar enterarse de la prisión donde la habían llevado y en segundo presentar una denuncia si no se le aclaraban los cargos de su detención. Le habían dicho que el responsable no se encontraba de servicio y debía volver esa tarde. Luego visitó a Madame Rocans, a quien llamaban así por el aspecto francés de su apartamento, aunque no era francesa ni había estado nunca en Francia. Se informó sobre los pasos que habría de seguir en caso de tener que sacar a su hija fuera del país. Quince mil dólares en efectivo. El sueldo de tres años. La educación de sus nietos. La casa donde vivía. Atravesada por el pánico y la preocupación, se acercó a la casa de Zafiro. Él prometió ayudarla y se tranquilizó. Zafiro y ella habían crecido juntos en aquel barrio y aunque no eran más que vecinos, se trataban como hermanos. Siempre habían compartido el pan, los trabajos y las preocupaciones. Esta situación superaba todo lo que habían vivido anteriormente. Se oían tantas cosas por ahí: muertes, torturas, violaciones…

Mientras procuraba no pensar en ello, Rutilda inició por segunda vez aquel día los trámites policiales pertinentes para averiguar dónde se hallaba su hija. Tras una escueta entrevista con unas gafas gruesas y una pluma de oro, se enteró de que había sido arrestada por el temido Órgano de Informaciones. Ahora sólo le quedaba conocer el lugar exacto de la prisión para arrancársela de las manos a semejantes bufones del régimen. A los halcones sin escrúpulos, a la peor calaña, pobrecilla. Salió del despacho del comisario con el corazón en un puño. Tan agitada se encontraba que se olvidó de presentar la denuncia. Sus principios acababan de verse absorbidos por una presencia más omnipresente. El hambre de justicia comido por el terror a la inacción. La prisa se le antojó el único remedio a aquella catástrofe. Y mientras su corazón se aceleraba y todos sus músculos se contraían con fuerza, su mente no cesaba en su trajinar: debía hacerse con el dinero, llamar a sus conocidos, movilizar a los compañeros del partido; debía volver a comisaría, preguntar a los guardias, chantajear a quien fuese necesario. Debía sacar a la niña de aquella pesadilla.

Tomó el camino equivocado para volver a casa y hubo de volver sobre sus pasos; decidió comprar algo de pan, cambió de dirección de nuevo: no se vio con fuerzas para hablar con la panadera; giró hacia su casa y así se la vio avanzar y retroceder perdida por la calle Mayor o quizás por la vida, mientras su alma lloraba por dentro la suerte de una mujer que había llevado en su seno no hacía tanto tiempo. Al pasar por la plaza, una vendedora ambulante le ofreció una vela y sintió la imperiosa necesidad de comprarla. Quería llevarla al altar doméstico que poseía. Deprisa. Aquel acto se había convertido en cuestión de vida o muerte. Rápido. En su apresuramiento se le cayó el bolso al sacar la cartera y con él la vela que le había tendido la mujer. Preguntándose si aquello no sería un mal presagio, echó a correr a su casa para presentar la ofrenda lo antes posible. La encendió con manos temblorosas. Y alzó los ojos llorosos ante la imagen negra con una incógnita en la mirada. Se mantuvo así quieta unos instantes, de rodillas ante el altar casero. Y mientras la llama se iba consumiendo, la esperanza y la tranquilidad regresaron a su ser. Se abandonó a unas lágrimas silenciosas y contuvo su tristeza sólo cuando los niños llegaron de la escuela y preguntaron cuándo volvería su madre.

+++++

Al caer la tarde los niños se reunieron una vez más alrededor de la planta. Curiosos, trataban de ver en su mirada orgullosa un símbolo de poder, pero no hallaban más que desidia. Las hojas estaban adquiriendo haces mortuorios y las únicas flores supervivientes deslucían en una sala demasiado oscura. La miraron desde todos los ángulos, como interrogándola o interrogándose sobre la futilidad de su vida. Esta vez el niño más alto mostró una corrección sin precedentes. La miró cariñoso, la piropeó con adulación y hasta se le vio comenzar un amago de caricia. La planta insistió en su porte altivo; irguió sus hojas con vigor y sus flores parecían querer iniciar un ataque. El niño más alto se sintió atacado y herido en su amor propio. Apartó a los otros niños y alzó los brazos al cielo como queriendo conjurar toda la maldad del universo en aquel gesto; agarró dos de las flores más hermosas y las partió entre sus dedos. El sabor rojo de la carne humana penetró en un seno carcomido por miles de ausencias. Y luego la sensación de alivio rezumó por todos los poros de una piel reptil, un alivio perecedero, pero válido y excusable. En un suspiro el niño más alto se alejó relajado, feliz de tener un deber por cumplir y de saber cumplirlo con saña de inquisidor.
Los otros niños huyeron asustados ante tanta maldad insana y se refugiaron en recipientes de cristal hechos a medida. La planta quedó a oscuras en una celda sin luz, con menos flores y temiendo la muerte en breve.

+++++


Veinte cuervos se habían posado en el tejado de Rutilda el día de la detención de su hija. Veinte cuervos por veinte días que habrían de pasar antes de que ésta pudiese finalmente reencontrarse con ella, pero de momento sólo habían pasado nueve. Rutilda había recurrido a todas las personas que podrían contar con la información que precisaba, había repasado una y otra vez la posibilidad de reunir el dinero necesario para costearse una fuga y la manera de llevar ésta a la práctica, pero no acababa de ver claro el siguiente paso a seguir. Zafiro la había visitado el día anterior con noticias alarmantes. Su niña no se encontraba en una prisión, sino en un cobertizo destartalado que utilizaban los esbirros del Órgano de Informaciones para sus devaneos insanos. A tan solo dos horas de camino, su liberación se presentaba difícil debido al cabecilla de los guardias, conocido con el nombre de Comandante Mort. Zafiro había insistido en la necesidad de denunciar la detención ilegal; ello no influiría en la situación de su hija, pero desvelaría las artimañas del Órgano de Informaciones y su impunidad política. Zafiro se mostraba inflexible en este punto; los compañeros de partido habían dado la vida por cambiar la situación que se vivía en el país, pero si ciudadanos como Rutilda no tomaban cartas en el asunto y mostraban el valor necesario, el país “nuestro país quedará siempre hundido en la miseria, en la ignorancia más absoluta, en la represión, oculto a los ojos internacionales”. Rutilda sabía que Zafiro estaba en lo cierto, pero el miedo había penetrado poco a poco en su fuero interno, como una niebla lenta y espesa. Los miembros del Órgano de Informaciones eran conocidos por su crueldad, por su brutalidad. Eran las alimañas de un gobierno que se decía democrático. El mero hecho de poner una denuncia en su contra pondría a su familia en peligro y podría conducirla a la muerte.

Arrodillada ante la imagen negra, la mañana del noveno día Rutilda buscaba otra vía de acción para rescatar a su pequeña. La imagen de la diosa permanecía inmune a sus plegarias, a sus ruegos y lloriqueos. Encendió más velas e intentó concentrarse. Llevaba allí postrada desde hacía más de una hora, desde el canto del gallo. Buscaba otra salida, algo más sencillo, mas pese a su insistencia, el rostro de su protectora se mostraba inflexible. Por un momento le recordó la cara grave de Zafiro en su conversación de la noche anterior. El rosario dio mil vueltas en su mano; no conseguía concentrarse; se preguntaba si sería realmente necesario presentar la denuncia, si ello cambiaría la situación de algún modo, si los dioses realmente le pedían aquel sacrificio tan doloroso. Se preguntaba por el bienestar de sus nietos. En ese momento, la más pequeña de las nietas trepó a unas de las sillas de la cocina y preguntó por el desayuno. Había tenido un sueño precioso, decía, en el cual ella y sus hermanos vivían en una casita roja, en una ciudad muy grande y hermosa donde había muchos parques con flores y árboles. Y su mamá los esperaba todos los días al salir de la escuela…

Antes de que su nieta acabase el relato, Rutilda había tomado una decisión firme. Abrazó a la pequeña con fuerza y le pidió silencio con una sonrisa forzada. La inocencia de aquella niña consiguió disipar sus dudas y sus miedos. A veces los dioses hablan por boca de los niños y quizás el sueño era premonitorio de un futuro mejor en otra tierra; en otro país, si cabe, pensó. Rutilda ya no se sentía el cuerpo de tantos dolores como notaba. Dio el desayuno a la niña y la vistió como una autómata. Dejó a su hermano mayor al cargo de la casa y se dirigió una vez más a la calle Mayor. Se obligó a pensar en la cena que prepararía esa noche para evitar caer en la trampa del pánico. Ya se había hecho conocida en comisaría, pero hubo sorpresas en las miradas al expresar su intención de aquella mañana. Todo pareció detenerse el momento que denunció la detención de su hija. “Verduras al vapor” pensaba mientras escribía su información personal, “pollo en salsa”, describía el hecho y "plátanos dulces" para firmar al final del impreso.

Dos días más tarde comenzaron las amenazas. Llamadas de teléfono que sobresaltaban a los niños cuando veían el terror en la cara de su eternamente sonriente abuela. Coches que perseguían de cerca, lentamente, siguiendo los pasos para alterar el ritmo de corazones inocentes. Mensajeros de la calle que se acercaban con cartas anónimas, gritos de muerte y advertencias siniestras. Personas apresuradas que parecían querer engullirla en medio de una calle poblada y la dejaban marchar unos pasos más adelante. En Rutilda se había despertado el pavor, pero también otro sentimiento más poderoso, el cual la empujó a regresar a comisaría y denunciar esta vez los hechos contra su persona: el orgullo y la determinación. Y así los días fueron pasando entre amenazas, denuncias y revoloteos de cuervos. Más velas aparecieron en el altar doméstico. Más preguntas, ahora silenciosas, en los pequeños huérfanos.

Un día se le hizo tarde al volver del trabajo en el mercado y ya caía la noche. Un turismo se cruzó en su camino y de él salió un soldado vestido de civil. Rutilda echó a correr; pensó que venían a detenerla. El hombre la persiguió por entre los puestos del mercado y la alcanzó poco más allá. La miró amenazador mientras la asía del brazo derecho. La empujó hacia el interior del vehículo y allí se las hubo de ver con otro militar, que le pidió una suma dada y le comunicó la fecha exacta en que irían a liberar a su hija. El Comandante Mort se encontraría fuera de la ciudad y sería el momento adecuado para proceder a la fuga.

Quince días después de su detención Rutilda supo que su hija vivía. Cinco días más tarde, el hombre del coche iría a buscarla para recoger el dinero y conducirla a su encuentro. Cuatro días antes de la fecha combinada, se recibieron noticias de que Justin se encontraba en Irlanda. Tres días antes de la fuga Mme Rocans preparaba un pasaporte francés y contrataba a un porteador que hablaba inglés. Dos días antes del encuentro, Zafiro y su mujer se llevaban a los niños a casa de la hermana de Rutilda, a cinco horas de camino de Loganta. Un día antes Rutilda se instalaba en la vivienda familiar de Zafiro tras haber vendido su casa. Estaba segura de que no saldría con vida de aquella empresa y, sin embargo, ya no tenía miedo. Sólo ansiaba reunirse con su hija.

++++++

La planta se iba muriendo en aquella celda oscura, sin ventilación ni luz solar. Sin flores, notaba el frío en el cuerpo y olvidaba gestos que la hacían feliz, aguas y caricias otoñales. Se hacía difícil imaginar momentos agradables, dichas cotidianas tras aquellos abismos. La puerta se abrió de nuevo. Se dejó estar en su esquina, con la mirada baja, como todas sus hojas, hastiada de tanta visita molesta. Una vez más se preparó para combatir, pequeña como era, dolorida como estaba, insignificante como se sentía. Aunque las fuerzas le empezaban a fallar. Sabía que se acercaba el fin. Sabía que no podría aguantar muchos días más en aquel cuarto, en aquellas condiciones. Alzó la mirada y se dispuso por primera vez a pedir clemencia.
La mirada de los niños había cambiado. Su madre se hallaba frente a ellos inquisidora. Cuando vio a la planta, su corazón dio un vuelco. Se abalanzó sobre ella y la cubrió de mil palabras cariñosas, de mil consuelos, de mil caricias verbales. Con sumo cuidado la levantó en su maceta y la llevó al exterior. Se alejó con ella hacia una casita roja y decidió transplantarla al jardín. Excavó con ahínco y veneración el hoyo necesario y con extremada delicadeza, posó dulcemente la planta en tierra firme y la regó con una mezcla fertilizante. De ahora en adelante, la tierra madre se ocuparía de ella. Sonrió satisfecha y se perdió en el interior de la vivienda.


La tortura sigue existiendo en muchos países del mundo. Este relato está inspirado en hechos reales. Si quieres tener más información, consulta http://www.es.amnesty.org/

No comments:

Post a Comment