Te advertí que mi fetiche era un tanto extravagante, júzgalo tú mismo: me excitan los libros o, para ser más exactos, el olor de los libros nuevos.
Mi fijación parte de una escena que contemplé a mis ocho añitos. Sucedió a comienzos de curso, acababan de llegar los libros de texto nuevos y la maestra nos pidió a varios niños que la acompañáramos al almacén para ayudarla a distribuirlos por asignaturas. Mientras realizábamos la tarea, envueltos en el tufillo a pegamento que desprendían los libros, la maestra se subió a una escalera y pude verle las bragas; pero lo que de veras me impresionó fue esa masa oscura que se adivinaba tras la tela y esos pelillos que se escapaban por los bordes. Yo no sabía que las mujeres tenían pelos en la pocheta y ese descubrimiento me produjo tanta excitación como desagrado.
Desde aquel día, el olor de los libros nuevos es la llave que abre el cajón de mi memoria en que guardo ese recuerdo, y su apertura me produce siempre unas vibraciones muy turbadoras en el perineo.
Hasta el momento, mi pequeña perversión bibliófila no me ha inducido a cometer ninguna tontería (que haya estudiado Filología no es consecuencia de ese fetichismo sino más bien de mi propensión a la necrofilia), salvo la de comprarme algunos libros que no me interesan nada sólo porque desprenden un intenso olor.
Por ahora no me ha dado por endilgársela a ningún libro por el cajo, pero no desespero; he notado que con la edad, que cancera todos los sentimientos, mi perversión está mutando y ha adquirido matices nuevos.
Un ejemplo. Hace unas semanas, mientras ordenaba mi biblioteca, se me cayeron varios libros al suelo. Cuando fui a recogerlos, observé que dos de ellos habían quedado en una postura bastante erótica, con sus páginas entrelazadas como si estuvieran abrazándose. Uno era El coño de Irene, de Louis Aragon y el otro, Camino, de Josemaría Escrivá. Esta coincidencia me hizo mucha gracia y me inspiró un juego que inmediatamente puse en práctica: reproducir las posturas del Kamasutra utilizando parejas de libros complementarios, tales como: El capital, de Marx y El necrófilo, de Wittkup; Dos agujeros, de Jameson y El amante bilingüe, de Marsé; El bajel de las vaginas voraginosas, de Bras y Las once mil vergas, de Apollinaire.
Este entretenimiento nos produjo mucho gustirrinín, a mi hermanito calvo y a mí.
Sé que a estas alturas de mi narración pensarás que te estoy tomando el pelo, pero tengo un documento que certifica la veracidad de mi historia: acabo de escribir un cuento erótico para libros. ¿Quién sino un fetichista de mi calaña podría crear un engendro semejante?
Te lo envío para que veas que no te he mentido।
Cuento erótico para libros
-Compréndelo, a gran subida, gran descendida; pero no te preocupes, que quien no cae no se levanta.
Mi guía se encabritó de nuevo y volví a interfoliarla. Esta vez nos compaginamos perfectamente. Ella susurraba:
-¡Qué bien cubres mis ámbitos! Sus muros
¡cómo me los ensanchas y los llenas!
¡Qué pleamar, qué viento acompasados!
La interfoliación fue apoteósica: nos plegamos, nos enlomamos, nos trashojamos, nos paginamos, nos encolamos y finalmente, desparramamos nuestros engrudos a la vez.
Exhaustos, nos tendimos boca arriba y permanecimos en silencio durante lago rato.
-Me gustas cuando callas porque estás como ausente -le dije.
-En boca cerrada no entran moscas -respondió.
Y es que dos que duermen en el mismo colchón terminan siendo de la misma condición।
Nueve meses después tuvimos una antología de la literatura popular que, por suerte, no era incunable.
Mi fijación parte de una escena que contemplé a mis ocho añitos. Sucedió a comienzos de curso, acababan de llegar los libros de texto nuevos y la maestra nos pidió a varios niños que la acompañáramos al almacén para ayudarla a distribuirlos por asignaturas. Mientras realizábamos la tarea, envueltos en el tufillo a pegamento que desprendían los libros, la maestra se subió a una escalera y pude verle las bragas; pero lo que de veras me impresionó fue esa masa oscura que se adivinaba tras la tela y esos pelillos que se escapaban por los bordes. Yo no sabía que las mujeres tenían pelos en la pocheta y ese descubrimiento me produjo tanta excitación como desagrado.
Desde aquel día, el olor de los libros nuevos es la llave que abre el cajón de mi memoria en que guardo ese recuerdo, y su apertura me produce siempre unas vibraciones muy turbadoras en el perineo.
Hasta el momento, mi pequeña perversión bibliófila no me ha inducido a cometer ninguna tontería (que haya estudiado Filología no es consecuencia de ese fetichismo sino más bien de mi propensión a la necrofilia), salvo la de comprarme algunos libros que no me interesan nada sólo porque desprenden un intenso olor.
Por ahora no me ha dado por endilgársela a ningún libro por el cajo, pero no desespero; he notado que con la edad, que cancera todos los sentimientos, mi perversión está mutando y ha adquirido matices nuevos.
Un ejemplo. Hace unas semanas, mientras ordenaba mi biblioteca, se me cayeron varios libros al suelo. Cuando fui a recogerlos, observé que dos de ellos habían quedado en una postura bastante erótica, con sus páginas entrelazadas como si estuvieran abrazándose. Uno era El coño de Irene, de Louis Aragon y el otro, Camino, de Josemaría Escrivá. Esta coincidencia me hizo mucha gracia y me inspiró un juego que inmediatamente puse en práctica: reproducir las posturas del Kamasutra utilizando parejas de libros complementarios, tales como: El capital, de Marx y El necrófilo, de Wittkup; Dos agujeros, de Jameson y El amante bilingüe, de Marsé; El bajel de las vaginas voraginosas, de Bras y Las once mil vergas, de Apollinaire.
Este entretenimiento nos produjo mucho gustirrinín, a mi hermanito calvo y a mí.
Sé que a estas alturas de mi narración pensarás que te estoy tomando el pelo, pero tengo un documento que certifica la veracidad de mi historia: acabo de escribir un cuento erótico para libros. ¿Quién sino un fetichista de mi calaña podría crear un engendro semejante?
Te lo envío para que veas que no te he mentido।
Cuento erótico para libros
Hasta que la conocí, mi vida era más aburrida que un diccionario de rimas; no se imaginan lo triste que puede ser la existencia para un refranero español residente en una biblioteca pública। Mis días transcurrían en un anaquel de la sección de etnografía, flanqueado por Manu y por Flor: un manual de tradiciones populares y una floresta de frases proverbiales. Eran dos buenos chicos, pero esta clase de compañeros no podían satisfacer los anhelos de alguien que lleva escrito en su interior: “Más vale un día de amores que estudiar cien años entre doctores”. Yo ansiaba intimar con un bello ejemplar de piel suave o con uno de esos sonrientes volúmenes de cubierta rosa.
Y, por fin, un día mi sueño se cumplió; un chico de gafitas redondas y pelo revuelto me sacó junto con una antología de la literatura española. Era un ejemplar precioso. Cuando la vi, casi pierdo los papeles. Estaba encuadernada en piel carmesí jaspeada con cuatro nervios y tenía el lomo estampado en oro y los tejuelos verdes. ¡Por Gutenberg que en mi vida había visto unos tejuelos tan bellos!
No me podía creer que esa maravilla bibliográfica estuviera junto a mí en la penumbra de una mochila. “Ocasión perdida, ocasión ida”, pensé. Así que compuse un poco mis páginas y me presenté:
-Hola, me llamo Refranero popular español, ¿y tú?
-Antología de la literatura española.
-Encantado de conocerte -le dije besándole la portada.
Su olor a ejemplar joven, recién salido de la imprenta, me produjo un cosquilleo en el prefacio e hizo que mi timidez desapareciera ante la fuerza de mis instintos. “Amor que no es algo loco, logrará poco”, me dije, y le abrí mis páginas de par en par por el capítulo dedicado al amor.
-Gran hechizo es el amor, no lo hay mayor -le dije- y desde que te he visto estoy hechizado por ti. Estoy enfermo y sólo tú me puedes curar, porque la llaga del amor sólo la cura quien la causó.
La antología se quedó tapiabierta. Cuando se repuso de la sorpresa, me dijo:
-¡Ah! Callad, por compasión;
que oyéndoos, me parece
que mi cerebro enloquece
y se me arde el corazón.
Esta negativa me pareció una invitación. Me abalancé sobre ella, la estreché entre mis cubiertas y comencé a encuadernarla con besos. Ella se entregó, con las hojas temblorosas musitó:
-Déjame acariciarte lentamente
déjame lentamente comprobarte,
ver que eres de verdad un continuarte
de ti mismo a ti mismo extensamente.
Lentamente le introduje extensamente el índice en el prólogo mientras ella me acariciaba el apéndice con su epílogo.
-¿Quieres que practiquemos la poesía oral? -me preguntó.
-La tradición oral es mi especialidad, florilegio mío, -le respondí.
Nos abrimos por la página 69 y disfrutamos de nuestro conocimiento de la lengua.
-¡Viva la lengua española! -exclamó fuera de sí, y añadió: ¡Échame un polvo!
Estas palabras erizaron mis guardas. Nada me excita más que un toque de vulgaridad en un libro refinado. La antología se dio cuenta de su abandono y puntualizó:
-Polvo será, mas polvo enamorado.
Me abrí por la introducción y extraje mi guía de lectura completamente enhiesta. Ella se quedó extasiada ante su tamaño, acariciándomela golosamente ronroneó:
-¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
-El caballo grande, ande o no ande -repuse.
Le interpolé la guía entre un opúsculo y un soneto con estrambote y cabalgué con brío sobre su lomo. Ella intentó calmarme:
-Detente, amor. No infundas ese aliento
tan rápido a las brisas. Aminora
un poco el paso. Da a tu movimiento
un nuevo ritmo ahora.
-Ya sé que pasito a pasito se va lejitos, pero es que estoy como un libro de motos -me excusé, y apenas pronuncié estas palabras, mi tinta se corrió।
-Lo bueno, si breve, dos veces bueno -dijo para tranquilizarme. Y, por fin, un día mi sueño se cumplió; un chico de gafitas redondas y pelo revuelto me sacó junto con una antología de la literatura española. Era un ejemplar precioso. Cuando la vi, casi pierdo los papeles. Estaba encuadernada en piel carmesí jaspeada con cuatro nervios y tenía el lomo estampado en oro y los tejuelos verdes. ¡Por Gutenberg que en mi vida había visto unos tejuelos tan bellos!
No me podía creer que esa maravilla bibliográfica estuviera junto a mí en la penumbra de una mochila. “Ocasión perdida, ocasión ida”, pensé. Así que compuse un poco mis páginas y me presenté:
-Hola, me llamo Refranero popular español, ¿y tú?
-Antología de la literatura española.
-Encantado de conocerte -le dije besándole la portada.
Su olor a ejemplar joven, recién salido de la imprenta, me produjo un cosquilleo en el prefacio e hizo que mi timidez desapareciera ante la fuerza de mis instintos. “Amor que no es algo loco, logrará poco”, me dije, y le abrí mis páginas de par en par por el capítulo dedicado al amor.
-Gran hechizo es el amor, no lo hay mayor -le dije- y desde que te he visto estoy hechizado por ti. Estoy enfermo y sólo tú me puedes curar, porque la llaga del amor sólo la cura quien la causó.
La antología se quedó tapiabierta. Cuando se repuso de la sorpresa, me dijo:
-¡Ah! Callad, por compasión;
que oyéndoos, me parece
que mi cerebro enloquece
y se me arde el corazón.
Esta negativa me pareció una invitación. Me abalancé sobre ella, la estreché entre mis cubiertas y comencé a encuadernarla con besos. Ella se entregó, con las hojas temblorosas musitó:
-Déjame acariciarte lentamente
déjame lentamente comprobarte,
ver que eres de verdad un continuarte
de ti mismo a ti mismo extensamente.
Lentamente le introduje extensamente el índice en el prólogo mientras ella me acariciaba el apéndice con su epílogo.
-¿Quieres que practiquemos la poesía oral? -me preguntó.
-La tradición oral es mi especialidad, florilegio mío, -le respondí.
Nos abrimos por la página 69 y disfrutamos de nuestro conocimiento de la lengua.
-¡Viva la lengua española! -exclamó fuera de sí, y añadió: ¡Échame un polvo!
Estas palabras erizaron mis guardas. Nada me excita más que un toque de vulgaridad en un libro refinado. La antología se dio cuenta de su abandono y puntualizó:
-Polvo será, mas polvo enamorado.
Me abrí por la introducción y extraje mi guía de lectura completamente enhiesta. Ella se quedó extasiada ante su tamaño, acariciándomela golosamente ronroneó:
-¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
-El caballo grande, ande o no ande -repuse.
Le interpolé la guía entre un opúsculo y un soneto con estrambote y cabalgué con brío sobre su lomo. Ella intentó calmarme:
-Detente, amor. No infundas ese aliento
tan rápido a las brisas. Aminora
un poco el paso. Da a tu movimiento
un nuevo ritmo ahora.
-Ya sé que pasito a pasito se va lejitos, pero es que estoy como un libro de motos -me excusé, y apenas pronuncié estas palabras, mi tinta se corrió।
-Compréndelo, a gran subida, gran descendida; pero no te preocupes, que quien no cae no se levanta.
Mi guía se encabritó de nuevo y volví a interfoliarla. Esta vez nos compaginamos perfectamente. Ella susurraba:
-¡Qué bien cubres mis ámbitos! Sus muros
¡cómo me los ensanchas y los llenas!
¡Qué pleamar, qué viento acompasados!
La interfoliación fue apoteósica: nos plegamos, nos enlomamos, nos trashojamos, nos paginamos, nos encolamos y finalmente, desparramamos nuestros engrudos a la vez.
Exhaustos, nos tendimos boca arriba y permanecimos en silencio durante lago rato.
-Me gustas cuando callas porque estás como ausente -le dije.
-En boca cerrada no entran moscas -respondió.
Y es que dos que duermen en el mismo colchón terminan siendo de la misma condición।
Nueve meses después tuvimos una antología de la literatura popular que, por suerte, no era incunable.
El fetiche de Heidi es mucho peor; es decir, mejor. Y JC había prometido lo contrario.
ReplyDeleteSi, pero "tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que aguanta la pata".Tengo que volver a leerte con más parsimonia. Últimamente no tengo mucho tiempo.
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