Pues sí, lo has adivinado: tengo un fetiche oculto.
Te voy a contar una historia que he sufrido y gozado en mi propia carne. Es tan increíble que nunca se la he contado a nadie por temor a que piensen lo mismo que tú cuando acabes de leerla: que soy un embustero; pero te doy mi palabra de que es completamente cierta. Vamos, que te lo juro por Santa Heidi del Tirol y por la Virgen del Carmen, que son para mí lo más sagrado.
Ahí va.
Cuando yo tenía seis años, las calcomanías estaban tan de moda que prácticamente no había marca de chicle, frutos secos o pastelitos que no incluyera alguna como regalo. Los niños de entonces parecíamos yakuzas de tantas como llevábamos en el cuerpo.
Un domingo por la tarde, me compré un pastelito para merendar y dentro de la bolsa me encontré una calcomanía de Heidi. Mientras pensaba dónde colocármela, me entraron ganas de hacer pipí y entonces se me ocurrió la peregrina idea de pegármela en la colilla. Tal y como lo pensé lo hice: comencé a ensalivarme el pitilín, que con el masajillo se convirtió en pitilón, y me tatué la dulce Heidi en la tersa piel de mi falete erecto. Pero todo lo que sube baja; el pepinillo se puso lacio y el rostro de mi ídolo se llenó de arrugas, envejeciendo ochenta años en pocos segundos.
Tal fue mi terror al ver su cuerpecito menguante aprisionado entre pellejillos, que decidí resucitarlo a golpe de manubrio.
Entonces observé un fenómeno curioso: gracias al movimiento de unos pliegues estratégicamente situados, Heidi parecía guiñarme un ojo y sonreírme maliciosamente. Esto hizo que proyectara hacia la figura de la niña esa picazón tan agradable que hasta aquel momento era producida por razones puramente mecánicas. En ese instante, descubrí el erotismo y, unos minutos después, me corrí (en seco, claro) por primera vez. Sorprendido por la catarata de sensaciones que acababa de descubrir, me escondí en un edificio en obras y estuve toda la tarde dale que te pego, experimentando.
Desde ese día, Heidi quedó indisolublemente unida en mi mente con el sexo. Me bastaba ver su imagen para que mi pene alzara su cabecita, como Niebla al oír la voz de su ama.
Pasaron los años y la pequeña tirolesa continuó siendo la musa inspiradora de mis sueños eróticos. El asunto puede parecer hasta cómico; pero, a partir de los quince años, adquirió un cariz dramático para mí. A esa edad, por razones que sería largo explicar, ingresé en un seminario para estudiar bachillerato y con la intención de convertirme en sacerdote.
No hay ducha fría, ni amenaza del infierno, ni sentimiento de culpa capaces de doblegar el ímpetu de una picha de quince años, y, cuando mi cabeza pequeña se llenaba de sangre, mi cabeza grande se llenaba de Heidi. Jamás me atreví a decirle al confesor mi pecadillo; si masturbarme ya me causaba bastante vergüenza, me resultaba imposible confesar que lo hacía pensando en un dibujo animado que, además, era una niña. En consecuencia, todas las veces que comulgué lo hice en pecado mortal y, por lo tanto, cometiendo sacrilegio.
Me sentía como un pecador infecto irremediablemente condenado al infierno y tan impuro que me parecía que profanaba los objetos sagrados cuando los tocaba. ¡Si hasta me daba vergüenza mirarle a los ojos a Cristo crucificado! Pero lo peor aún estaba por llegar.
Durante la temporada de comuniones me encargaron que fuera a la Catedral de la Redonda a echar una mano. Al pasar frente a uno de los altares laterales, vi una escultura de la Virgen del Carmen que me dejó sobrecogido por la belleza de su rostro, pero sobre todo por su pose deliciosamente provocativa, con el cuerpo arqueado, el pubis adelantado y las manos abiertas, como diciendo: “Ven, tómame”. Tuve una erección instantánea, la más rápida que recuerdo haber tenido en mi vida.
Me alejé de allí tratando de olvidar lo ocurrido y pensando que el artista había esculpido la talla influido por Satanás; pero mi inconsciente, otro esbirro de Lucifer, no lo olvidó. Mezcló recuerdos, añadió obsesiones, las agitó bien y esa noche me sirvió en mis sueños un cóctel infernal.
Soñé que me estaba poniendo un preservativo que tenía dibujada la imagen de la Virgen del Carmen; pero me lo puse al revés y la imagen quedó grabada en mi pene.
En la siguiente escena de mi sueño, yo era un sacerdote que estaba oficiando la primera comunión a cinco heidis vestidas al efecto. Por una abertura de mi casulla sobresalía, espléndido, mi pene erecto con la figura de María tatuado en él. Las heidis, por turno, se arrodillaban frente a mí y, a modo de Eucaristía, me daban unos lametones en el glande.
Al igual que las sacerdotisas paganas tenían la obligación de mantener encendido el fuego sagrado, la misión de estas pequeñas parecía ser mantener vivo el ardor de mi verga para que la imagen sagrada no se marchitara.
Alcé la vista y vi a la Virgen del Carmen sobre su pedestal, con la túnica levantada, ofreciéndome su sexo apenas cubierto por una minibraguita blanca y transparente. En ese momento, me desperté con una erección de caballo, me masturbé imaginándome que mis cinco dedos eran las heidis y, después de eyacular, tomé la decisión irrevocable de abandonar el seminario.
Todavía pasé una temporada llena de remordimientos y de comeduras de coco; pero, finalmente, acabé reconciliándome conmigo mismo, e incluso he sabido sacar partido de mis obsesiones. Tuve una novia austriaca que en cada orgasmo me obsequiaba lanzando al aire el grito tirolés y, como sabes, trabajo en una productora de dibujos animados.
Ver el reto nº 1
Los libros
Te voy a contar una historia que he sufrido y gozado en mi propia carne. Es tan increíble que nunca se la he contado a nadie por temor a que piensen lo mismo que tú cuando acabes de leerla: que soy un embustero; pero te doy mi palabra de que es completamente cierta. Vamos, que te lo juro por Santa Heidi del Tirol y por la Virgen del Carmen, que son para mí lo más sagrado.
Ahí va.
Cuando yo tenía seis años, las calcomanías estaban tan de moda que prácticamente no había marca de chicle, frutos secos o pastelitos que no incluyera alguna como regalo. Los niños de entonces parecíamos yakuzas de tantas como llevábamos en el cuerpo.
Un domingo por la tarde, me compré un pastelito para merendar y dentro de la bolsa me encontré una calcomanía de Heidi. Mientras pensaba dónde colocármela, me entraron ganas de hacer pipí y entonces se me ocurrió la peregrina idea de pegármela en la colilla. Tal y como lo pensé lo hice: comencé a ensalivarme el pitilín, que con el masajillo se convirtió en pitilón, y me tatué la dulce Heidi en la tersa piel de mi falete erecto. Pero todo lo que sube baja; el pepinillo se puso lacio y el rostro de mi ídolo se llenó de arrugas, envejeciendo ochenta años en pocos segundos.
Tal fue mi terror al ver su cuerpecito menguante aprisionado entre pellejillos, que decidí resucitarlo a golpe de manubrio.
Entonces observé un fenómeno curioso: gracias al movimiento de unos pliegues estratégicamente situados, Heidi parecía guiñarme un ojo y sonreírme maliciosamente. Esto hizo que proyectara hacia la figura de la niña esa picazón tan agradable que hasta aquel momento era producida por razones puramente mecánicas. En ese instante, descubrí el erotismo y, unos minutos después, me corrí (en seco, claro) por primera vez. Sorprendido por la catarata de sensaciones que acababa de descubrir, me escondí en un edificio en obras y estuve toda la tarde dale que te pego, experimentando.
Desde ese día, Heidi quedó indisolublemente unida en mi mente con el sexo. Me bastaba ver su imagen para que mi pene alzara su cabecita, como Niebla al oír la voz de su ama.
Pasaron los años y la pequeña tirolesa continuó siendo la musa inspiradora de mis sueños eróticos. El asunto puede parecer hasta cómico; pero, a partir de los quince años, adquirió un cariz dramático para mí. A esa edad, por razones que sería largo explicar, ingresé en un seminario para estudiar bachillerato y con la intención de convertirme en sacerdote.
No hay ducha fría, ni amenaza del infierno, ni sentimiento de culpa capaces de doblegar el ímpetu de una picha de quince años, y, cuando mi cabeza pequeña se llenaba de sangre, mi cabeza grande se llenaba de Heidi. Jamás me atreví a decirle al confesor mi pecadillo; si masturbarme ya me causaba bastante vergüenza, me resultaba imposible confesar que lo hacía pensando en un dibujo animado que, además, era una niña. En consecuencia, todas las veces que comulgué lo hice en pecado mortal y, por lo tanto, cometiendo sacrilegio.
Me sentía como un pecador infecto irremediablemente condenado al infierno y tan impuro que me parecía que profanaba los objetos sagrados cuando los tocaba. ¡Si hasta me daba vergüenza mirarle a los ojos a Cristo crucificado! Pero lo peor aún estaba por llegar.
Durante la temporada de comuniones me encargaron que fuera a la Catedral de la Redonda a echar una mano. Al pasar frente a uno de los altares laterales, vi una escultura de la Virgen del Carmen que me dejó sobrecogido por la belleza de su rostro, pero sobre todo por su pose deliciosamente provocativa, con el cuerpo arqueado, el pubis adelantado y las manos abiertas, como diciendo: “Ven, tómame”. Tuve una erección instantánea, la más rápida que recuerdo haber tenido en mi vida.
Me alejé de allí tratando de olvidar lo ocurrido y pensando que el artista había esculpido la talla influido por Satanás; pero mi inconsciente, otro esbirro de Lucifer, no lo olvidó. Mezcló recuerdos, añadió obsesiones, las agitó bien y esa noche me sirvió en mis sueños un cóctel infernal.
Soñé que me estaba poniendo un preservativo que tenía dibujada la imagen de la Virgen del Carmen; pero me lo puse al revés y la imagen quedó grabada en mi pene.
En la siguiente escena de mi sueño, yo era un sacerdote que estaba oficiando la primera comunión a cinco heidis vestidas al efecto. Por una abertura de mi casulla sobresalía, espléndido, mi pene erecto con la figura de María tatuado en él. Las heidis, por turno, se arrodillaban frente a mí y, a modo de Eucaristía, me daban unos lametones en el glande.
Al igual que las sacerdotisas paganas tenían la obligación de mantener encendido el fuego sagrado, la misión de estas pequeñas parecía ser mantener vivo el ardor de mi verga para que la imagen sagrada no se marchitara.
Alcé la vista y vi a la Virgen del Carmen sobre su pedestal, con la túnica levantada, ofreciéndome su sexo apenas cubierto por una minibraguita blanca y transparente. En ese momento, me desperté con una erección de caballo, me masturbé imaginándome que mis cinco dedos eran las heidis y, después de eyacular, tomé la decisión irrevocable de abandonar el seminario.
Todavía pasé una temporada llena de remordimientos y de comeduras de coco; pero, finalmente, acabé reconciliándome conmigo mismo, e incluso he sabido sacar partido de mis obsesiones. Tuve una novia austriaca que en cada orgasmo me obsequiaba lanzando al aire el grito tirolés y, como sabes, trabajo en una productora de dibujos animados.
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"Picha dura no cree en Dios", en efecto.
ReplyDeleteHacía tiempo que no me reía tanto. Que buena mezcla, inteligencia, literatura y sexo. Ah, y la de Dios!
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