Bajo el título El
escritor como hombre insoportable, un texto sobre Dostoievsky publicado en
su libro de ensayos El aprendizaje de la
decepción, Félix de Azúa describe con acierto dos tipos de novelistas: los
“narradores olímpicos, altivos, que
trabajan con amplios brochazos, a trazos limpios y vigorosos, como si pintaran
al fresco y debieran levantar las líneas maestras a mucha velocidad, antes de
que el yeso o la cal se sequen. El lector, como Dante junto a Virgilio, se deja
llevar, mira a donde el maestro señala, sigue los vericuetos de la peripecia
como provisto de un milagroso catalejo. Se siente partícipe a distancia de un
drama que, alguien, el autor va ordenando para él. Al finalizar la lectura, se
siente amigo del autor, y satisfecho de semejante amistad. Hablará del autor
como se habla de un maestro estimado, y nunca dudará de su valía porque sería
dudar, simultáneamente, de sí mismo”.
Pero, luego, coloca a Dostoievsky entre los narradores que
son todo lo contrario: antipáticos, pegajosos, vehementes, ansiosos,
irritantes, de los que es imposible considerarse amigos suyos, cuyas obras se
pegan a nuestra carne como sanguijuelas que nos chupan sin consideraciones y
nos obligan a abrir las ventanas y a respirar a pleno pulmón. Lo más frecuente
es sentir odio y desprecio hacia ellos. Los compara a esos ciudadanos,
frecuentes en los bares a última hora de la noche, que nos hablan demasiado
cerca, apestándonos con su aliento y salpicándonos de saliva. Los relatos de
esos narradores son, además, impúdicamente personales, confesiones íntimas que
no queremos oír, que nos avergüenza escuchar, un pellejo de alma oxidada como
la pesadilla de ese borracho de la noche cuyo hedor impide incluso la
indiferencia, y también, como los borrachos de última hora de la noche, son
unos sentimentales fétidos. Cuando no nos insultan, lloran en nuestro hombro
hasta empaparnos la camisa de lágrimas y mocos. Se arrodillan para pedirnos
perdón por molestarnos, nos abrazan porque somos el último amigo que les queda,
se detienen un momento con la mirada extraviada y luego juntan las manos y
rezan a voz en grito a la Virgen María para que nos proteja. Al final, medio
inconscientes nos piden dinero. Y tanto como si se lo damos como si se lo negamos,
se van sin despedirse, dando tumbos y mascullando insultos.
Según Félix de Azúa, sólo la obra de este tipo de escritores
puede darse el lujo de ser insoportable, de decir lo que ni siquiera la verdad
puede decir. Porque la verdad es otro nombre de la esperanza. Un artista, en
esencia, no afirma ni ofrece solución alguna a los problemas que le conmueven,
sólo pone en términos sensibles y accesibles una pregunta, no una respuesta. Y
termina estas reflexiones con una frase de uno de los personajes de El idiota: “En ti no hay lugar para el corazón, sólo te importa la verdad; por eso
eres deshonesto”.
He aquí, ordenados y caóticos, la primera colaboración de Bolandina Gim, nueva tripulante de esta nao, que empieza escribiendo de orden. Pensar, decía Gustavo Bueno, es clasificar; aunque no sé yo si me convence esta clasificación en plan the Fool vs. the Emperor. Muchos somos ambas cosas a una. Imposible, en cualquier caso, respetar al brasas perdigonero de barra, que en casos extremos llega a perseguirlo a uno inadvertidamente hasta el mismísimo cuarto de baño.
ReplyDeleteDe algún modo, la comparación es exagerada, pero no puede negarse que existen los escritores incómodos
ReplyDeleteB. Hernández
Son los que merecen la pena, siempre que no disparen con perdigón. Balín lobero o barreno. Es lo suyo.
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