LOS HUMORES DEL HUMOR (5)
Según Escarpit, el terreno propio del humor es el que corrige la ironía destructora con un guiño de complicidad para granjearse la simpatía del espectador. No se trata de un vínculo afectivo, casi visceral, cuyos lazos engendran el sentido de lo trágico, es una simpatía al mismo tiempo más humilde y más elevada, situada entre la malicia y la caridad y que supone, en cierta medida, la conciencia de sí mismo, la creación de una actitud fraternal ante las cosas, los hombres y los dioses. Fuera de ella, sólo queda la enfermedad profesional de los humoristas.
Sir Thomas More, en La utopía, hace suya la reflexión que Erasmo expone en El elogio de la locura: "mientras procura curar la locura de los demás, es menester que yo sea tan loco como ellos". Tal vez, esta idea haya acompañado a los grandes humoristas que sucumbieron a sus propias extravagancias, y dieran origen, más tarde, al humor de los locos y payasos de Shakespeare.
Jonathan Swift, el más importante hombre de humor, se propuso atormentar a la humanidad más que divertirla. Para descubrir su profunda generosidad habrá que vencer el obstáculo de su implacable ironía, generadora de tal desesperación metafísica, de tal disgusto por el universo humano que nos preguntamos si la locura que ensombreció los últimos años de su vida no es consecuencia de su desasosiego.
El humorista vuelve a sentir el terror del hombre primitivo ante las amenazas de un mundo incomprensible que él atribuye a entidades misteriosas y malévolas. Del mismo modo, los técnicos norteamericanos atribuyen a los gremlins las excentricidades que malogran los cálculos y que constituyen el desquite del azar contra la razón. Lewis Carrol disimulará bajo los rizos rubios y la frente pura de Alicia su angustia racional de matemático.
Inconformista por vocación, ingenuo hasta lo absurdo, condenado a la irrisión universal, el humorista se nos presenta como un perseguido voluntario. Al asumir esta actitud, modifica la realidad y la impregna de su coloración irónica. A fuerza de contemplar las incongruencias, corremos el riesgo de volvernos incongruentes, a fuerza de simular ser perseguidos, terminamos por creernos perseguidos. La locura y el delirio de persecución son algunos ingredientes de la enfermedad profesional del humorista, por ese motivo, muchos de ellos son melancólicos, algunos se han vuelto locos y otros se han suicidado. Volvían, así, a los orígenes médicos del humor.
Pero como bien decía Escarpit, el arte tiene otras exigencias. Después de haber encontrado el camino del absurdo, de lo que no puede vivirse, es menester descubrir, ahora, la puerta de salida. Si al humorista no se le ha concedido la gracia de la fe y quiere huir de la muerte y evitar la locura, no tiene más recurso que contemplar frente a frente al demonio y asumir la paradoja. Se dice que no es absurdo lo insoportable sino el pensamiento de que el absurdo pueda desearse.
FIN
Según Escarpit, el terreno propio del humor es el que corrige la ironía destructora con un guiño de complicidad para granjearse la simpatía del espectador. No se trata de un vínculo afectivo, casi visceral, cuyos lazos engendran el sentido de lo trágico, es una simpatía al mismo tiempo más humilde y más elevada, situada entre la malicia y la caridad y que supone, en cierta medida, la conciencia de sí mismo, la creación de una actitud fraternal ante las cosas, los hombres y los dioses. Fuera de ella, sólo queda la enfermedad profesional de los humoristas.
Sir Thomas More, en La utopía, hace suya la reflexión que Erasmo expone en El elogio de la locura: "mientras procura curar la locura de los demás, es menester que yo sea tan loco como ellos". Tal vez, esta idea haya acompañado a los grandes humoristas que sucumbieron a sus propias extravagancias, y dieran origen, más tarde, al humor de los locos y payasos de Shakespeare.
Jonathan Swift, el más importante hombre de humor, se propuso atormentar a la humanidad más que divertirla. Para descubrir su profunda generosidad habrá que vencer el obstáculo de su implacable ironía, generadora de tal desesperación metafísica, de tal disgusto por el universo humano que nos preguntamos si la locura que ensombreció los últimos años de su vida no es consecuencia de su desasosiego.
El humorista vuelve a sentir el terror del hombre primitivo ante las amenazas de un mundo incomprensible que él atribuye a entidades misteriosas y malévolas. Del mismo modo, los técnicos norteamericanos atribuyen a los gremlins las excentricidades que malogran los cálculos y que constituyen el desquite del azar contra la razón. Lewis Carrol disimulará bajo los rizos rubios y la frente pura de Alicia su angustia racional de matemático.
Inconformista por vocación, ingenuo hasta lo absurdo, condenado a la irrisión universal, el humorista se nos presenta como un perseguido voluntario. Al asumir esta actitud, modifica la realidad y la impregna de su coloración irónica. A fuerza de contemplar las incongruencias, corremos el riesgo de volvernos incongruentes, a fuerza de simular ser perseguidos, terminamos por creernos perseguidos. La locura y el delirio de persecución son algunos ingredientes de la enfermedad profesional del humorista, por ese motivo, muchos de ellos son melancólicos, algunos se han vuelto locos y otros se han suicidado. Volvían, así, a los orígenes médicos del humor.
Pero como bien decía Escarpit, el arte tiene otras exigencias. Después de haber encontrado el camino del absurdo, de lo que no puede vivirse, es menester descubrir, ahora, la puerta de salida. Si al humorista no se le ha concedido la gracia de la fe y quiere huir de la muerte y evitar la locura, no tiene más recurso que contemplar frente a frente al demonio y asumir la paradoja. Se dice que no es absurdo lo insoportable sino el pensamiento de que el absurdo pueda desearse.
FIN