Acabo de llegar de unas merecidas vacaciones a esta isla caribeña y mientras me preguntaba qué podría escribir para publicar este miércoles en la bitácora, un grito en la calle me sacó del entumecimiento creativo. Recordé un aullido semejante en uno de los pueblos que visité en Cuba, así que os hablaré de ello.
El aullido en cuestión me despertó la primera mañana que pasé en Trinidad, pueblecito situado a unos 335 Km de La Habana. Aunque no lo veía desde la cama que me aseguraba una noche de cierto reposo, podía imaginarme al panadero al otro lado de las celosías, subido a una bicicleta poco valorada, pero reconfortada por el calor del pan recién hecho. A las 5h de la mañana, el panadero se paseaba por las calles centrales de Trinidad y lanzaba aquel aullido como una alimaña perdida en un bosque de calles empedradas: el PAN. Era tan contundente, tan veloz, tan lastimera aquella llamada que desestimaba el canto del gallo. Quizás si no fuese hija de un antiguo panadero me habría molestado tal insolente despertar. En mí, aquel sonido, no obstante, celebraba la cercanía de una vida legendaria que sólo había conocido en relatos de la infancia.
El pan me abrió no sólo el apetito físico, sino también auditivo y comencé a fijarme en los sonidos de Cuba. Quizás el sonido más conocido sea el de los instrumentos musicales: las guitarras, las maracas, los bongos, sin olvidar los saxofones y las trompetas. Todos ellos entonaban canciones que también revivían mis recuerdos de infancia. Los músicos del Son del Valle ensayaban por enésima vez en un patio cualquiera de Trinidad al lado de una jaula de coloridos cantantes del reino animal. La melancolía de sus canciones, su gran profundidad musical, y, también, los guiños e insinuaciones de varios componentes del grupo me hicieron comprender que no morirá, no morirá, no morirá el son cubano.
Ya de vuelta en La Habana, el invierno cubano dibujaba nubes pintorescas en un cielo de un azul intenso y hacía suspirar al atardecer en las cercanías del Malecón, mientras Luis, el trompetista, entonaba preciosos boleros. Los niños se oían cerca con sus quejas y sus juegos; los amantes estaban presentes, pero se mecían en silencio; las familias y los amigos vecinos de aquel trocito del paseo marítimo se contaban sus novedades y volvían a repetir los temas trillados de toda su vida. Luis seguía tocando y en mi silencio interior sabía que nunca olvidaría aquel momento.
El pan volvió a anunciarse las mañanas posteriores en La Habana, pero en esta jauría urbana ya no se hacía mediante un aullido humano lastimoso, sino con un silbido profundo y chirriante, quizás parecido al de los afiladores de los que había oído hablar en mi niñez. La ciudad como en todos los países del globo tenía sus propios sonidos, distintos a los del campo. Los camellos esquivaban a los taxis mafiosos; los yutong desprestigiaban a los antiguos autobuses; los coches eran empujados y arrancaban con estornudos de batería; los coco-taxis palpitaban mientras cabalgaban un asfalto poco agradecido. Mientras un vecino gritaba a pleno pulmón “Julio” para que éste le abriese el portal de la casa, buscaba la manera de grabar todos aquellos sonidos y visiones de otra época en un lugar especial de mi alma. Sabía que fracasaría en mi intento, que sólo la palabra escrita podría salvarme y restaurar la dignidad de aquel momento, pero cómo expresar el amor intenso que sentí al penetrar en los misterios del pan, de la alegría del Son del Valle, de la magia de Luis, de la llamada impudorosa de un vecino.