El casco le quedaba demasiado justo y, a su contacto, el cuero cabelludo hacía horas que había comenzado a sudar. Su trasero protestaba ante el inacostumbrado traqueteo. Las manos se le habían convertido en dos bloques de hielo debido a la ausencia de guantes. Los pies habían dejado de existir hacía tiempo y su inexistencia se iba extendiendo a las pantorrillas. Los ojos soltaban lágrimas poco solidarias debido a la velocidad y un molesto goteo nasal lo obligaba a aspirar con insistencia el frío aire del invierno. Ateridos todos sus miembros sobre una moto destartalada, había comenzado su vida laboral como mensajero en un día de enero.
Pese a las molestias físicas, la jornada había sido un éxito. Había repartido cien paquetes. Ahora se dirigía a su último destino donde entregaría el último envío de su encomienda:
Sr. Ramos
C/ Sagunto nº 99
Aparcó la moto en el número 115. Siguió el camino a pie tarareando una canción popular, contento de estar llegando al fin. Cavilaba ya en la cena que se propinaría en el nuevo restaurante del barrio como celebración de su recién estrenado trabajo. Nadie dudaría ahora de su valía. Cien paquetes en un día, un récord. Dentro de poco seguro que incluso le subían el sueldo. Tan entretenido se hallaba con sus reflexiones que no reparó en que ya estaba en el número 83. Volvió sobre sus pasos, esta vez dejando sus abstracciones para más tarde. 85, 87, 89: un portal impresionante, de los antiguos, delante de una mansión que se hallaba ennegrecida por la hiedra. 91, 93; estos números marcaban el comienzo de la zona comercial: un zapatero remendón en un gran ventanal, una puertecilla que parecía dar acceso a un almacén de huevos, aparecido de forma mágica unos pasos más adelante; 95, el 97 parecía 91 debido a lo gastado del rótulo. Dos puertas se concentraban en este punto, media puerta de pueblo, como de caballerizas; un portalón moderno y sucio con placas médicas desgastadas. El 101 era otra mansión extraordinaria.
Perplejo, volvió a tantear los portales y los números: 95, 97, 101. Achinó los ojos con la intención de mirar más intensamente, pero no logró encontrar la placa del 99: ningún número entre las verjas, la hiedra de los muros, el graffiti de las puertas. El 97 se encontraba en medio de dos portales, por llamarlos de alguna manera. Como ya hemos dicho, había media puerta y un portalón con placas sanitarias. Sobre ambos se dibujaba un arco en la pared, quizás realizado por artistas callejeros, coronado por el 97. No había rastro del número 99. Tampoco había puerta ni portal que diesen pistas sobre el Sr. Ramos, destinatario del paquete.
La cena en el nuevo restaurante del barrio comenzó a diluirse entre molestas preocupaciones. Cien paquetes entregados, pero quizás uno perdido. Habrá que hacer algo. No es cuestión de manchar una incipiente carrera de mensajero por falta de decisión. Se dirigió a la zapatería y preguntó por el Sr. Ramos. El zapatero no lo conocía. Y a la huevería. Ni idea. Detuvo a cinco transeúntes. Nadie sabía por qué no había número 99 ni quién era el Sr. Ramos. Pulsó todos los timbres del portal de las placas médicas. El interfono abrió la puerta en varias ocasiones sin voces humanas de acompañamiento. Bajó y subió las viejas, estrechas y malolientes escaleras de dos en dos. Llamó a todas las puertas y fue atendido por varias señoritas muy simpáticas, las cuales, no obstante, no sabían del paradero del Sr. Ramos. Dos pisos vacíos, el bajo-sótano y el 3º. En la dirección no estaba marcado el piso:
Sr. Ramos
C/ Sagunto, 99
Llamó a la central con el móvil. Llamada a fijo. Se iba a quedar sin saldo. Le temblaba la mano y pensó que también la voz. La dirección era la correcta. ¿Algún problema? Ningún problema, todo va bien. Cualquier otra respuesta era demasiado embarazosa. No se permitiría un fallo el primer día. No encuentro la puerta. Ha desaparecido el número 99. El Sr. Ramos no existe. No hay portal para el 99.
Cien paquetes entregados hoy y, a pesar de ello, todo carecería de valor sin concluir la tarea, la entrega completa. El número 99, el Sr. Ramos. Volvió a salir del edificio. Estaba oscureciendo. Caminó toda la extensión de la calle a ambos lados y detuvo a varios vecinos. Preguntó, inquirió, creó corros de paisanos a su alrededor. Incluso un turista aprovechó la camaradería urbana para sacar fotos del carácter español. Sin embargo, nadie pudo ayudarlo.
La cena en el nuevo restaurante de su barrio había desaparecido totalmente de su mente. Sólo veía escenas familiares de mujeres gritando: su mujer y su suegra. «Un inútil, si es que no vales para nada; éste es un inútil». Volvió a llamar a varias puertas y a hablar con más gente. Repitió la visita a la casa de salud. Las señoritas dejaron de ser simpáticas. Ningún Ramos, no sabían dónde era el número 99; su correspondencia se dirigía al 97.
Por fin, pensó que no le quedaba otra opción sino saltar la verja del jardín de la mansión del 101. Quizás encontraría allí alguna pista sobre el desaparecido número. Las frases «libertad condicional», «allanamiento de morada», «prisión menor», «un perfecto inútil», «bienvenido a la trena, guapetón» «¿tú, cambiar de vida?», «quien nació ladrón, morirá ladrón» se arremolinaban en su cerebro, más cansado y sudoroso que antes. Se arrepintió en el acto de haberse introducido en propiedad privada y salió del jardín de la mansión con pavor en la mirada. Escrutó los portales de nuevo, ahora en la oscuridad. Arriba y abajo se le vio caminar una vez más por toda la calle.
Mas no quedaba otro lugar por investigar. Con más valor ahora, saltó la verja otra vez; se adentró en la espesura del jardín y quedó maravillado ante la belleza de las dos farolas, que charlaban coquetas sobre una fuente apagada. Un banco escuchaba calmado los sonidos imperceptibles de los haces de luz. Allí se dirigió el mensajero en su primer día de trabajo. Se sentó en un extremo del banco, como con miedo, y miró la única puerta: 101. En el jardín no había más casa que la del perro. Observó el pequeño paquete y lo posó en sus piernas. Le gustaría hacerlo desaparecer. Había maculado un día perfecto. Lo miró desde varias perspectivas, como intentando averiguar su contenido. El paquete lo estaba hipnotizando con su secreto, su misterio oculto. Quizás debía abrirlo. «Un perfecto inútil», «prisión menor», «bienvenido a la trena, guapetón» «¿tú, cambiar de vida?», «quien nació ladrón, morirá ladrón». Emitió un suspiro e intentó contenerse aún unos instantes. El paquete lo seducía con su pasividad. Parecía abrirse a mundos fascinantes, a épocas pasadas. Lo animaba a darse por vencido. Y lo hizo. Se rindió. Se abalanzó sobre él con la avidez de un loco. Rasgó su envoltorio y miró su interior.
Entre sus piernas reposaba una hermosa placa con el número 99.