Entré en la pequeña tienda coruñesa y no pude dar crédito a mis ojos: frutas y verduras de todos los tamaños y colores esperaban ordenadas en cestos caseros y bien dispuestos, recién llegadas de la huerta; huevos caseros a granel reposaban en una caja situada tras el mostrador, donde la sonrisa de la vendedora los guardaba en bolsitas de plástico a petición de los clientes; y quedé prendada sobre todo del pan de bolla, redondo y hermoso, que se exhibía en el estante superior al de la caja de huevos y que yo no podía por menos que admirar embelesada. Si no fuese por naturaleza introvertida, sé que mis ojos dejarían correr lágrimas de placer. Después de vivir 3 años en Irlanda, en una época donde lo más excitante en cuestión de verduras eran las lechugas iceberg, donde los huevos eran siempre de granja o de corral y donde el pan, ¡ah! ¡el bendito pan! ¡el auténtico!, sólo podía adquirirse en algunas tiendecillas especializadas del centro, mi corazón se exaltaba ante estas visiones de otro tiempo, mágicas, sencillas y rehabilitadoras.
Compré lo que necesitaba e inicié la temible subida a la cuesta empinada de “Los Castros” de camino a casa. El pan descansaba en la bolsa de plástico que me había ofrecido la dueña del local, no tan sonriente con la nueva clienta que era yo, quizás incómoda con las miradas desproporcionadamente ávidas que había propinado a su mercancía. Su desdén había caído en el olvido de mi mente, que seguía con ansiedad el vaivén de la verde bolsa donde se hallaba la bolla de pan. Si no tuviese la corteza tan gruesa, dejaría toda la carga en el suelo, abriría la bolsa verde, lo cortaría allí mismo con las manos y lo probaría al instante. Prometía tales placeres gustativos. Le eché un vistazo y me pregunté si lo habrían cocido en un horno de barro, como el pan que según mi madre se cocinaba en la casa de la única bisabuela que conocí. O si habría sido cocido en un horno de leña de los modernos, como el de la casa de mis abuelos paternos, propietarios de una panadería, donde mi padre había trabajado desde los 10-12 años hasta el día en que se incendió el local. Lo consultaría con él. Mi padre sabría qué tipo de horno sería necesario para cocer un bollo de estas características. Mi habitual escepticismo de adulta dio paso a la credulidad de una hija entregada a la adoración de su padre al considerar cuestiones tan serias como la cocción de un bollo de pan.
Y es que recordaba el movimiento de sus manos, callosas debido a las altas temperaturas de los hornos, impacientes entonces por recoger el pan y recibir el día cantando sobre una bicicleta que saciaría el hambre de muchas casas, firmes ahora ante su decisión de demostrarnos cómo se hacía una buena empanada, delicadas para convencer al agua del amor de la harina y crear con ellas una suave pasta que iría conduciendo con sus manos hasta formar la masa mágica. Yo no podía despegar mis ojos de aquellos movimientos, tan decididos y ligeros a la vez, ahora de una mano, ahora de las dos, movimientos ejecutados de manera despreocupada con un saber aprendido desde la cuna.
Primero se creaba una cordillera de montañas de harina en una mesa limpiada con esmero previamente por mi madre. La cordillera era circular y había un valle interior donde mi padre dejaba caer suavemente la mezcla de agua templada con levadura fresca y una pizca de sal. Luego comenzaba la fase del cortejo, en la cual mi progenitor dibujaba dulcemente el perfil del valle con el movimiento concéntrico de una de sus manos, dejando que el meñique tocase la base de las montañas para incorporar éstas de forma gradual al valle. En unos instantes constatábamos que, efectivamente, la fe mueve montañas.
Mientras tanto, la cocina se iba llenando de un olor tan familiar como delicioso al afanarse mi madre en torno a una sartén donde, tras haber calentado un chorrito de aceite, se sofreía el bacalao, previamente escamado y picado con cariño, y las uvas pasas, que todos habíamos librado de los incómodos rabos. Así se cocinaba poco a poco el “mejunje”, como le llamábamos, que rellenaría la empanada.
Ante estos olores tan nutritivos, las manos de mi padre habían alcanzado una velocidad mayor y una de ellas movía la masa aquí y allá como si estuviese bailando un tango. La otra permanecía inmóvil al otro lado del cuerpo, tranquila pero pendiente de todo. Transcurrido un tiempo prudencial, si prudente es llegar al punto del hastío en el amasado, mi padre juntaba los dedos y hacía el gesto del karateca antes de romper el ladrillo; acercaba la mano al bollo grande que había creado y, en lugar de romperlo, lo marcaba con la señal de la cruz. Después, llegaba la odiada espera: la sartén del bacalao apagada ya y a un lado de la cocina, la masa colocada suavemente en un barreño y arropada con varios paños para que se calentase y creciese. Yo me moría de ganas de levantar toda aquella maraña de paños para comprobar si por fin había desaparecido la señal de la cruz y las manos de mi padre podían volver a bailar con la masa.
Mientras esperaba, solía entretenerme con los dibujos animados de la tele o, si el día estaba soleado, quizás diese unas vueltas en la bici o es posible que jugase con mi hermano a alguno de los innumerables juegos que nos inventábamos. Todo a fin de que el tiempo pasara más deprisa. Y así era. En menos de nada, ya estaba mi padre de nuevo retirando la masa del barreño, previa aspersión de harina por la mesa de la cocina, otra vez gracias al diligente movimiento de una de sus manos. Mi hermano y yo ocupábamos nuestro lugar de costumbre a ambos lados de la mesa y veíamos cómo el gran bollo giraba una y otra vez; giraba, daba vueltas, subía y bajaba, en fin bailaba el tango con aquellos dedos callosos y manchados de harina, los cuales al final lo dividían en dos mitades que formarían la parte superior e inferior de la empanada. Mi padre lavaba cuidadosamente una botella de vino vacía, pues no teníamos rodillo, y la cubría de una ligera capa de harina. Con ella procedía a extender los bollos de masa hasta convertirlos en dos capas de tamaño parecido.
Mientras mi hermano y yo atendíamos atentos al amasado, mi madre había encendido el horno, donde habría de cocerse la empanada. Ésta se elaboraría por pasos: primero se colocaría en la fuente del horno una base enorme de masa, después la capa de mejunje de bacalao con uvas pasas y al final otra porción de masa volante más pequeña. Con sus dedos, el antiguo panadero recogería los extremos de la base inferior que caerían sobre los lados de la fuente y los enrollaría hacia el interior con una magia sorprendente. Estos serían los futuros curruscos que tanto gustaban a mi madre. En la superficie superior, mi hermano y yo decoraríamos la empanada con los buñuelos que formaríamos con los restos de la masa. En ella se leerían nuestras iniciales, aparecerían círculos o cuadrados, la “S” de Superman, o cualquier otra cosa que se le ocurriese a nuestra mente infantil.
El calor del horno comenzaría a calentar la pequeña cocina cuando mi padre decidiría abrir un pequeño orificio en el centro de la empanada y añadir unas gotitas de aceite de oliva a la abertura, toque final que indicaba el momento de introducir la empanada en el horno, cosa que hacía con delicadeza y atención de experto. A partir de ese momento, todos esperábamos expectantes durante minutos a que la empanada adquiriese el color dorado que nos permitiría comerla con la alegría de saberla el producto de todas nuestras manos
Ante estos recuerdos, la llegada a la puerta de mi casa casi me sorprendió. Hoy no me había fatigado la subida a “Los Castros”. Entré directamente a la cocina y dejé las bolsas en la mesa. Saqué el pan de bolla y corté una rodaja con el cuchillo. Probé un pedazo con glotonería. Su aspecto no me había engañado. Era realmente delicioso. Me preguntaba si alguna vez mi padre me enseñaría a hacer un pan tan rico del mismo modo que me había enseñado a hacer empanadas. Soñé con una casa de campo hecha en la piedra del país, en la cual instalaría un horno como los de antes; soñé con tardes de domingo amasando como mi padre; soñé con la paz y la tranquilidad de este futuro que me había regalado por un momento el recuerdo de un pasado pacífico y tranquilo.