Hoy es martes; mañana me toca publicar un artículo en la bitácora. El tiempo apremia y, aunque tengo mil ideas, no he hallado hasta ahora el momento de plasmarlas. Os escribo esto en una hora muerta antes de salir pitando para subirme al avión que me llevará unos días a Pontevedra. ¡Galicia, patria queridaaaaaaa! ¡Galicia, de mis amoorreeeeessss! Ay, no, si es Asturias. Bueno, perdonadme este lapsus mental, que me puede la euforia del viaje.
Hoy os quiero hablar de otro viaje, mucho más acorde con mi condición de D.Ruida. Todo comenzó con la invitación a una fiesta de cumpleaños de una amiga, digamos que se llama Lali. Lali y yo compartimos profesión, pero hace unos años ella buscó una alternativa a un trabajo bastante metódico y comenzó a introducirse en el mundo de los masajes, el yoga, la meditación y el crecimiento interior. Me comentó que habría un invitado muy especial en su fiesta, que llevaría a cabo cierto rito yogui. Por supuesto, como D.Ruida, me sentí apasionada con el tema y esperaba expectante el día marcado.
Al llegar, Lali me señaló en volandas a quien sería nuestro maestro de ceremonias, llamémosle Alo: un hombre delgado, en la cuarentena, con pelo canoso y varias calvas. Si me hubiese fijado mejor y supiese lo que vendría más adelante, lo habría relacionado con Gandalf, pero en aquel momento sólo se me ocurrió que el muchacho en cuestión parecía de lo más normal.
Y dentro de la normalidad se desarrolló la fiesta en el salón del apartamento de Lali mientras comíamos unos platos vegetarianos exquisitos, bebíamos una copichuela y charlábamos los invitados entre nosotros. No pasó mucho tiempo antes de que una música dulce y melodiosa, vago recuerdo de las leyendas ancestrales, me empujase a abandonar tan gustosa compañía y dirigirme al cuarto adyacente, de donde provenían los sonidos.
Unas diez personas nos sentamos de forma desordenada en dos semicírculos en torno a Alo, que sonreía con tranquilidad mientras nos mostraba sus colgantes y sus instrumentos. También nos enseñó sus amuletos. Todos ellos tenían un gran significado simbólico. Si se hubiese colocado unas plumas en el pelo, en vez de Gandalf lo hubiese asociado con un hechicero de una tribu india. Y, en efecto, se presentó como un chamán, y un chamán celta, en sus propias palabras, por provenir de una región de tradición celta.
Antes de seguir relatándoos qué ocurrió en aquella fiesta, creo que sería conveniente comentar brevemente qué es un chamán. Citando wikipedia sobre el chamanismo:
“El Chamanismo se refiere a una clase de creencias y prácticas tradicionales similares al animismo que aseguran la capacidad de diagnosticar y de curar el sufrimiento del ser humano y, en algunas sociedades, la capacidad de causarlo. Los chamanes creen lograrlo atravesando la línea con el mundo de los espíritus y formando una relación especial con ellos. Aseguran tener la capacidad de controlar el tiempo, profetizar, interpretar los sueños, usar la proyección astral y viajar a los mundos superior e inferior. Las tradiciones de chamanismo han existido en todo el mundo desde épocas prehistóricas.”
Yo había oído hablar de los chamanes, incluso fui invitada a una sesión de iniciación hace unos años, pero nunca me había fiado de estos seres que decían poder hablar con los muertos. Rechacé la invitación por asustarme este tipo de prácticas esotéricas y por miedo a acabar metida en una secta o algo peor. Ahora con más fortaleza espiritual y menos miedo a ser influida por circunstancias externas, pretendía presenciar este rito chamánico, abierta a lo que pudiese ocurrir y dispuesta a no emitir juicios. Intentaré transmitiros de forma objetiva lo que ocurrió y lo que sentí para que vosotros saquéis vuestras propias conclusiones.
Pero antes debo subirme a un avión y el tiempo apremia, así que dejo aquí mi historia, que os prometo es tan real como el vuelo de Aerlingus que me llevará a Galicia. Volveré pronto para contaros el viaje poco habitual al cual nos condujo Alo, el chamán músico.