El Mundo Today

2011/04/11

Edible Animals I: Eulogius assini




«Es animal conocido, doméstico y familiar al hombre, de mucho provecho y poco gasto, de gran servicio y que no da ruido, salvo cuando rebuzna, que en ese rato no hay quien lo aguante; no ha menester trabas ni maniotas, porque no da coces ni es malicioso. Un niño lo lleva donde quiere, no huye aunque se suelte; a todos los ministerios se acomoda, él nos acarrea el pan y el vino y otras vituallas, él trae el agua de la noria, muele en la tahona, lleva el trigo al molino y lo vuelve harina; estercola el campo, ara, trilla, y recoge las mieses, todo esto con gran paciencia y simplicidad.
»Ningun animal es de tan gran servicio al hombre, que fue el primer jumento de que se sirvió la raza humana, porque no tuvo la dificultad de domarlo que tuvo el caballo. Los antiguos patriarcas, como Abraham, y el propio Jesús de Nazaret lo prefirieron a cualquier otro.
»La calavera del asno sirve para espantar a los pájaros de los sembrados; con la quijada del asno mató Sansón a más de mil filisteos; de su cuero se hacen arneros y cribas para limpiar el pan [...]» (Covarrubias: Tesoro de la lengua castellana o española, 1611).


El ex de cantante de Buenas Noches Rose, en el Buenas Noches Santander. La actuación de Jordi Skywalker el sábado en Santander no fue lo que se dice un éxito de público. Cualquier artista al uso, tras vender media docena escasa de entradas, se habría amilanado, plegando velas; pero Skywalker, además de amplia experiencia en huir del éxito, tiene ingentes cantidades de serotonina en el cerebro; y sospecho que encima el tío la obtiene por métodos naturales. Es un hombre-medicina.
Next screen, please. La mayoría de la gente desperdicia el tiempo y las energías perdiendo el culo en pos del éxito, ese ni nosotros sabemos qué, esquivo y escurridizo, que tanto parece divertirse dándonos esquinazo. Por eso los pocos que le han dado esquinazo ellos a tan grandérrimo farsante se nos aparecen como peritos en amor, sabios a su intransferible manera, tocados por una gracia especial: la de saber algo que a los demás se nos escapa, o que hemos dejado escapar. O que nos da una mezcla de pereza y miedo el perseguir. Si la vida fuera un videojuego, ellos habrían pasado a una pantalla de las que normalmente nunca se ven por estos pagos. Ay, los pagos. Pendientes.
Rebuznos de amor. La discográfica BMG perreó lo suyo por comprar las impagable almas de Jordi y sus secuaces. Para corromperlas, claro, ¿para qué, si no? Pero en vez de poner precio a la suya, Jordi Skywalker se largó caminando por el cielo a buscar la del mundo, pues para algo se sabe hijo del Sol y de la Tierra, como el mundo mismo. De paso, como estamos todos, buscó además destinatarios del imperativo moral Aimez, aimez!, encontrándolos en cada recodo del camino. Y descubrió que el despectivamente llamado paso de burra es el tempo de la vida, un tictac de herraduras en la vereda.
Jordi Donkeyrider. Muévase Vd. en asno por la vida; adopte el burrotaxi como medio de transporte (ojo: para irse de las Alpujarras a París, dando la vuelta a España por el camino, no para hacer el gilipollas en Mijas o en Rute); y ya verá cómo le cambia la perspectiva. Y a los demás, que, envidiosos de su serena clarividencia, le llamarán jipi, pies negros, vagabundo, tirado, mugriento y cosas incluso peores (¡concejal de urbanismo!). Pero Vd. no se inquiete: es todo puta envidia. Le envidian, sí, por su paz interior, que se nota en el exterior, por las miradas lascivas que le lanza su burrita, por saber encender un fuego bajo la lluvia. Y porque ha escapado Vd. a ese tirano llamado éxito.
En la contra de su último disco, el primero en doce años, grabado en un carromato a las faldas del Moncayo, el autor escribe:

«Sí, hace más de doce años era el cantante de Buenas Noches Rose, un grupo de rocanroll chamánico–explosivo. En la cresta de la ola y en las puertas del éxito desaparecí... Me fui, a un lugar secreto que se llama el alma del mundo. Y me enamoré, de la tierra, del cielo, del mar, y escuché una canción, como un susurro, y no la olvidé.
Y sembré vida, y cogí vida en mis manos, y el corazón se me hizo grande. Y me arañó la muerte, y el corazón se me hizo grande. Y supe que volvería a cantar y esperé sin dejar de soñar.
Doce años no son nada para el alma del mundo. Para mí es un puñado de canciones, un disco lleno de amistad y rocanrol carromatero, de encuentros fortuitos y de buena música: imperfecta, pura, sin prejuicios.
Escuchen y disfruten, que el corazón se me hizo grande, atómico».

En entrevistas publicadas online dice más cosas (o la misma, re-ciclada):

«Desaparecí para hacer un graduado de amor cósmico [...] romper las ataduras que nos impiden crecer como personas [...] Lo que más me dolió fue dejar colgados a los chicos [...] Tardé tres años en caminar de la Galia a Hispania, en coche se tarda unas diez horas; en burro, tres años.
»He caminado, trabajado y soñado con burros, aprendiendo de su actitud sutil, inteligente, prudente y servicial.
»He viajado a pie con burro por Andalucía, he viajado en carromato-casa tirado por burros desde la Bretaña francesa hasta las tierras del Moncayo de Aragón. Pienso hacer una gira musical burrera en círculo alrededor de Hispania. Os mantendré informados.
»Creo que la vida al lado de los animales nos humaniza, ya que somos una especie más entre las otras; y siento profundamente que mi burrita es mi hermana y mi amiga».

Burroterapia. Aunque la mayoría de la gente se deje despellejar viva antes que reconocerlo, a muchos nos gustaría ser el tipo de persona a la que llaman de Francia para ejercer de burroterapeuta en una granja de asnos. Con sueldo y todo. Y eso que todo el mérito es del burro, ese person whisperer.
Mis primos, los burros. Como burroterapeuta que es, Jordi Skywalker rebuzna muy bien, casi como un cuadrúpedo. El otro sábado, sin ir más lejos, nos hizo una impresionante demostración a the happy few. A pesar de nuestros denodados intentos, casi nadie consiguió imitarle (o mejor dicho, a su burruca).
Como luthier, ha modificado una guitarra acústica española de todo a cien cuyo sonido final (esa lata de sardinas en la roseta...) supera el de cualquier eléctrica. Me dio pena no tener a mano los 550 euros que pedía por ella. Con la caja que hace en los conciertos, no sé cómo va a hacer el hombre para llevar a su hijo al dentista. Y es que corre mucho capullo por ahí capaz de gastarse lo que no tiene en irse a la China a ver a Bob Dylan mientras no quiere saber nada de lo que ni siquiera sospecha, así suceda a la vuelta de su esquina. Ellos se lo pierden, si para ellos lo que no aparezca en el Bobelia o el Tontaciones, literalmente, no existe. Pero que al menos no nos den luego la brasa con la vaina esa de que «el viejo Bob está en plena forma». En plena forma está Antonio «el Pitu», que nos obsequió con varios y variados zapateados, más percusión que baile... Me explico: aunque bailar, bailaba, más bien se convirtió él mismo en percutor, con resultados sorprendentes. ¿Cómo hará uno para afinar tan finamente dos cazos, un cacillo, una cazuela y media cacerola? Pues siendo, él mismo, un instrumento de percusión.

***

Círculos de circo, reciclados, círculos cuadrados. Que la mierda de caballo (o asno, o mulo) huele mejor que el humo de los coches es una evidencia que a un niño de cinco años se le impone como tal mejor que a nadie (es por la dieta, como siempre); y por mucho tiempo que pase desde la última vez que le embriagó, ese olor a memoria infantil invocará en el caminante adulto un flash back inequívoco, inmediato, entrañable, como aquel verano de 2001 que, en vísperas del 11-S, paseabas por las afueras de Selçuk (Esmirna, Turquía) y el estiércol equino, cual magdalena proustiana, te transportó al territorio de la infancia...
Speak, memory. En 1973 en la Rioja (España) todavía quedaban muchos burros. Por supuesto, no se decía que «quedaban». Estaban ahí y punto. Formaban parte del paisaje y el paisanaje. Tus padres te llevaban al pueblo y los abuelos salían a esperaros a la parada del autobús, con el burro. Ellos ya no lo montaban; a su edad, empezaba a ser un deporte de riesgo; y a partir de ciertos años romperse el fémur interesa lo justo; por varias razones: postración, con la consiguiente dependencia; y dolor, con el consiguiente dolor. Sí lo usaban para montar cargas, entre ellas, los chiquillos. Después de los inexcusables besos, te subían al burro y el burro te subía la cuesta. «Más de pueblo que un kilómetro cuesta arriba», dice gráficamente el dicho, ahorrando más explicaciones sobre pueblos españoles encaramados a cerros inverosímiles; y un kilómetro mediría, medirá, aquella cuesta. En tiempos era un trayecto bastante largo, pues incluía un número variable pero siempre alto de paradas para saludar a innumerables e invariables viejos, alguno desdentado por coz de burra (o mula), que a su vez saludaban a tus abuelos, en un proceso de duración invariablemente larga. Contigo se limitaban a alguna pregunta retórica y algo tonta como: «¿Qué haces subido a esa burra?», lo cual te recuerda que aquel burro era de hecho, visiblemente, una hembra.
Ingeniería asnal. En el pueblo se decía que la cuesta de la Turriente la había hecho un burro, sin especificarse el sexo. Los burros, como sabrá cualquiera que haya pisado terreno abrupto con uno, y no digamos sobre uno, intuyen naturalmente cuál es el camino menos empinado y difícil de escalar. Es un soberbio ejemplo de inteligencia animal, o inteligencia a secas, aplicada, para variar, a la resolución de un problema concreto, tangible.
(¿O es instinto? ¿Tanto importa la vía al entendimiento, mientras el entendimiento esté en lo cierto? Sí, porque la certeza que se alcanza es de índole distinta en cada caso. Y no descartemos que la intuitiva esté mejor fundada.)
1973. Cuando tú tenías cinco años, casi seis, cualquier profesor de historia digno de ese nombre decía: «Ya los romanos»; y también: «Ya los griegos», e incluso: «Ya los egipcios» (tus favoritos, por su maestría diseccionando y disecando a sus gobernantes). Pues bien, ya los romanos usaban burros como ingenieros de caminos para saber dónde estaban mejor puestos los hitos, y que los recién sometidos fueran tras de ellos haciéndoles la calzada, dejándosela así hecha para cuando volvieran, a paso de burra, de someter a otros bárbaros, sofocar alguna rebelión, participar en luchas intestinas y otras romanidades de ese palo y pelo (et patatí et patatá).
Al que come y canta algún sentido le falta (pero el funky le sobra). En cuanto llegabais a casa de los abuelos, tu abuela sacaba: chorizo, salchichón, jamón, queso, espárragos, pimientos asados. Y vino, claro. Tú comías a dos carrillos, disfrutando como un enano (nunca mejor dicho), hasta que tu madre te llamaba la atención sobre tus modales. ¿Es que te comportabas así en casa?, etc. Entonces tu abuelo (paterno) le llamaba la atención a tu madre:
--Deja al chiquillo que coma.
Tú siempre te sentabas junto a él, precisamente para oírle decir eso.
Homo homini assinus. Cualquiera que tenga huerta a media legua de su casa apreciará el servicio que le hacía la burra a tu abuelo para acarrear las cargas --entre ellas, los niños-- y los aperos. Tu abuelo iba delante, con el ramal de la burra colgado, suelto, de su hombro. Con eso sobraba. Él entendía a sus animales desde su propia animalidad, qué otra manera cabe. Jamás le viste maltratar a ninguno.
Como todos los abuelos, te contaba historias, algunas maravillosamente macabras, como aquella de cuando la guerra: aseguraba que una vez durmió en un nicho, porque llevaba tres noches sin dormir apenas y la primera vez que pudo hacerlo estaba jarreando, así que sacó el ataúd que había dentro y se metió él en el hueco libre. Total, al muerto no iba a molestarle...
Aquélla era tu favorita: te hizo entender qué eran la muerte, el sueño y la relación entre ambos: tuviste pesadillas durante tres meses.
(Tampoco estaba mal la del soldado que se congeló hasta morir en los Pirineos, también cuando la guerra, aunque ésta tenía un final feliz en parte, porque al menos a otro habían conseguido salvarlo metiéndolo en un horno de pan, donde revivió como la levadura.)
Azada = morisco. En la huerta --que tenía, tiene, pozo y todo-- tu abuelo te dejaba abrir la compuerta de la acequia para regar la pimienta. Cavar, sólo cavaba él. A finales de junio, cuando empezaban tus vacaciones, todo estaba brotando a la vez, como los gay men in denial en cuanto se alejan 200 km de su pueblo natal. Al principio «le ayudabas» con cosas divertidas como recoger caparrones cortándolos, como él te había enseñado, con una uña que se dejaba un poco larga a tal fin; pero enseguida te cansabas, prefiriendo hartarte de brevas y cerezas, que literalmente se caían al camino. También te hinchabas de moras. Te parecía que uno podía vivir sin trabajar, como un gorrión (¡avecillas del Señor!), tomando de las huertas, los frutales y los arbustos silvestres todo cuanto necesitara; primero porque a esa edad la noción de la propiedad privada es razonablemente racional en lo relacionado con la propia, pero irracionalmente franca en lo que toca a la ajena; y segundo porque sólo ibas al pueblo en verano y ni te imaginabas lo que era aquel mismo cerro castellano en los rigores del pleno invierno.
Valor de pollino. Cuando te hartabas de fruta y te aburrías de ver trabajar a tu abuelo, él te dejaba volver a casa solo, es decir: en la burra, que, a diferencia de ti, conocía el camino de vuelta. El primero de estos viajes, el primer viaje que recuerdas haber emprendido a solas, fue una experiencia fascinante, que no olvidarás aunque vivas cien años y los últimos veinte lleves pañal.
La burra transmitía una seguridad que viene de una llamativa cualidad asnal: el valor físico. Un valor sereno, que no retrocede ante las llamas. Bien lo sabían antiguamente los bomberos, que tiraban sus coches, no con caballos, sino con mulos (que heredan del asno el valor ante el fuego). También ante el maltrato físico cobardea mucho menos el asno que el jaco. Es la asnal una valentía tan digna y sobresaliente en defensa del propio criterio, que quienes por falta de nobleza son incapaces de concebirla suelen confundirla con una testarudez y una estulticia que más les valdría buscar en sí mismos.
(Otra virtud del burro, tal vez no muy llamativa para un adulto, pero del todo asombrosa para un niño de cinco años, es su capacidad de devorar como si nada horribles cardos sequísimos, con espinas como armas de destrucción masiva, que se llaman precisamente cardos borriqueros, aunque ya no tengan borrico que los coma y, al devolverlos a la tierra, plante su abonada semilla.)
«Chores» never says a word to anyone. A veces, sin embargo, tu abuelo necesitaba la burra para labrar o para llevar carga de vuelta a casa; y en tales casos a veces tú volvías con «Faenas», el vecino de huerta de tu abuelo (porque su huerta de allí era más pequeña y él solía terminar antes). «Faenas» también tenía burra, naturalmente. Un macho, mucho más locuaz que él; cosa nada difícil, porque «Faenas» nunca decía esta boca es mía.
--No es que le caigas mal --te explicó una vez el abuelo; de nuevo una lección importante--. Es que él nunca habla. Con nadie.
--¿Ni con su mujer?
--Con ésa menos todavía.
Yo no lo podía concebir. Desde luego en mi familia no conocía un caso igual. En mi familia lo difícil era conseguir que alguien se callara. Pero «Faenas» no tenía que decir nada para que se notase que estaba allí. «El que habla no sabe; el que sabe no habla», que diría Lao-Tsé, otro que prefería revolcarse en el fango a compartir jaula dorada con la ranita que el Emperador tenía en su palacio.

***

(Order! The years went by. You grew up, then you just grew old. You did not reproduce. Donkeys were removed from the landscape. If anything, the very few remaining became a photographable curiosity, a tourist attraction, a highlight, a must-see (which they were). You changed as well, maybe just got older. Either way, things happened to you, things that left signs, marks, stamps, on you. You saw things. You saw your grandfather dead. You even heard «Chores» talk, once. Not to you, of course, but he did say something. Something about swallows always flying in circles, truly square circles, and not just before a storm.)
¿Teodoro o Doroteo? En 1999 estabas en la isla británica de Wight, trasegando barriles de ale, mientras unos músicos montaban el equipo de sonido. La isla de Wight está poblada de onagros, asnos silvestres que siempre han vivido allí. Y que muerden, se ponga como se ponga el Sr. Disney.
Desde fuera del bar te llamaron por tu nombre. Era uno de tu pueblo, aún más balarrasa que tú. Ni siquiera estabas seguro de cómo se llamaba. Unos le llamaban Doro y otros Teo. ¿Doroteo? ¿Teodoro? Diosdado, que da lo mismo: era uno de tu pueblo, allí of all places. Haría veinte años que no le veías, pero lo reconociste al instante. Eran sus orejas. Como la última vez que le habías visto, su eje vertical prolongado no pasaba por el centro de la Tierra.
Él también estaba con un grupo de amigos suyos. Habían alquilado un pony, que cuando atendía, atendía por «O'Reilly», para cargar las cervezas y llevarles al camping. Al parecer era el único que conocía el camino. Para eso era el único que vivía en el pueblo. Y frecuentaba el pub. Le daban a beber cerveza, pero no parecía muy borracho, al menos comparado con ellos. Se te ocurrió que un burro, por muy borracho que estuviera, era demasiado digno para perder la compostura. ¿Ponerse en evidencia, como un humano, él? Jamás se habría prestado a tamaña humillación.
Teodorín no se sorprendió demasiado de verte allí, ni te preguntó qué hacías allí aparentemente solo, ni te contó qué hacía él obviamente incluso más mamado que tú ni te soltó una de esas frases hechas como cuánto tiempo sin verte. Sólo te dijo, agarrándote del brazo:
--Murió «Faenas», ¿te acuerdas? El que nunca decía nada.

***

LA RECETA: Arroz con leche de burra (para dos personas, al menos una de las cuales conviene que esté enferma, porque la leche de burra es buena para los enfermos). Si por algún extraño motivo no se dispone de una burra de cría, usar leche de burra condensada. No usar leche de burra recién parida, porque es leche bronca, acabada de salir, mucho mejor para hacer queso.
Ordeñar la burra por la mañana. Lavar el arroz con abundante agua, para que no se pegue, y dejar escurrir bien en el colador. Calentar la leche con una corteza de limón y una rama de canela. Cuando rompa a hervir, incorporar el arroz (para una pinta de leche, media de arroz). Cocer a fuego lento durante 50-60 minutos, removiendo de vez en cuando. Dejar enfriar antes de servir. Adornar con un cardo borriquero.

Edible Animals II