2. Consenso verbal y consenso social
¿Paridad = Igualdad?
Uso a propósito términos como varón o hembra para enfatizar hasta qué punto es artificiosamente interesada esta asimilación espuria de sexo biológico a género gramatical, cuyo origen está en un calco irreflexivo y acrítico de la voz inglesa gender. Por descontado, uno nunca sabe si estas leyes sexualmente discriminatorias servirán o no para el bien que persiguen. En su defensa suele aducirse que la discriminación que instauran es necesaria para corregir la injusticia de partida, etcétera; pero la mayoría de estos argumentos son pura subjetividad. En fin, cómo saber algo tan difícil. Lo indudable es que estas leyes son antiigualitarias, vale decir injustas; y el igualitarismo es un axioma de base de la izquierda. Si renuncia a él, más le vale llamarse neorreligión a lo new age; todo muy bonito, pero ¿qué Mahomas querrá decir? ¡Ah! ¿Que cuanto más vaporoso, mejor? Así se ganarán Elecciones, pero estas medallas autoimpuestas que recargan el pecho de nuestro fatuo Líder Supremo son usurpadas, tan vanas como Él mismo.
A aquellas damas que sobrevivieron al naufragio del «Titanic», gracias a una merced del patriarcado conocida como caballerosidad, nunca se les habría ocurrido esgrimir su plaza en el bote salvavidas como una «conquista de la igualdad»; pero el reducido grupo de altas funcionarias públicas privilegiadas por las políticas de «discriminación positiva» —que funciona como una casta al estilo de las de la India, aunque minoritaria, porque no hay dotes para todas— jamás pone en duda, ni tolera que se ponga, que las dádivas que les otorga el Líder Máximo a cambio de su adhesión incondicional (a él, a Su Persona, no a ningún proyecto igualitario) sean sino etapas que van quemándose inexorablemente en el camino lineal al parque temático que ellas sueñan con seguir regentando ad infinitum. Tan lineal, de hecho, que cualquier duda sobre la eficacia o idoneidad de estas políticas con vistas al objetivo de lograr la igualdad es, sin más, un ataque contra «la mujer», ente abstracto encarnado, naturalmente, en ellas mismas, el lobby pseudofeminista que se atribuye el monopolio de la izquierda biempensante tal como aquellas beatas de misa diaria monopolizaban la moral dominante en la provinciana España de Franco. Como entonces, también ahora cualquier disidencia o duda se marcará con el estigma que reservan a los discrepantes quienes se presentan invariablemente como abanderados del diálogo, aunque no quepa mayor fraude a éste que apresurarse a colgar sambenitos para evitar a toda costa el tener que contrastar argumentos.
El ingrediente nuevo en algo tan viejo como este patriarcado pasado por la túrmix de la mercadotecnia demoscópica (las mujeres superan demográfica luego electoralmente a los varones) es que, ahora, a la discriminación sexual se le llama Igualdad; y a la dádiva en premio a la sumisión al santo varón que ocupa el poder, como ese Ministerio de Propaganda de nuevo cuño que se dedica a hacer como si velara, a muy buen precio, por la aplicación de estas medidas sexualmente discriminatorias, a ese pisito en el centro se le llama «políticas de igualdad». Ni que decir tiene que su titular será necesariamente una mujer, pues, en virtud de las leyes pro igualdad, el que este Ministerio lo desempeñe un varón es algo que no se plantea ni siquiera como debate teórico a lo Bizancio, por ejemplo: «¿Puede un hombre que haya llamado 1000 veces al Teléfono de la Esperanza, digo de la Bibiana, hasta trascender su bestialidad típicamente masculina, pasar por el ojo de la aguja de Mi Ministerio?».
Esta imposibilidad ontológica de que un varón sea ministro de Igualdad subraya dolorosamente el hecho de que este Ministerio no sea sino un regalo del machaca Zapatero a sus chicas. Por otra parte, tampoco la ministra del ramo concebiría nunca otra igualdad distinta de la sexual, que ella llama «de género», como apóstol que es de esa colonización cultural que nos trae la neolengua, vitola inconfundible de las dictaduras. Así, las cuestiones de fondo relacionadas con la inmigración, por ejemplo, que tocan nada tangencialmente a la Igualdad, a esta ministra ni la rozan, pues no atañen para nada a su reduccionista y miope visión de «género».
Aunque sea sin darse cuenta, la ministra acierta, porque su concepto de igualdad, muy de patio de mi casa, muy de chica Zapatero, pertenece en efecto a un género diferente. Un género banalizado, degenerado, del socialismo clásico, que, antes de ponerse a dividir a la humanidad en dos géneros, uno víctima y otro verdugo, cantaba aquello de «el género humano es la Internacional». Por lo visto en el XXXVII Congreso del PSOE, se mantiene la bonita tradición de terminarlos entonando tan enardecedor himno, pero más bien a la manera en que rumiaba el agnóstico del chiste real su renuncia a Satán, por imperativo jurídico, en el bautizo de una sobrina a la que apadrinaba (y adoraba laicamente).
Para qué recordar letra alguna, en efecto, si, como decía la despótica Reina de Alicia en el País de las Maravillas, «las palabras significan lo que yo diga que significan». Total, el lenguaje está «para jugar con él», dice Zetapé en Su país de las maravillas. Menos hipócrita sería decir: «Mi lenguaje está para engañaros, cosa que por otra parte estáis deseando». No en vano, cuando perpetraba la Constitución de Cataluña, se jactó ante los medios de disponer de ocho nombres diferentes entre los que escoger para poder decir nación... pero sin decirlo, claro. No vaya a ser que alguien consiga leerse el texto preconstituyente del Estado catalán. Y es que a él le gustará jugar con el lenguaje (su infantilismo no iba a limitarse a lo moral), pero con el lenguaje no se juega a lo tonto, de cualquier manera. No: aquí, como en el póquer, o se juega para ganar algo o no merece la pena que se juegue en absoluto. Aunque haya que hacer trampas, tirarse faroles, encargar a Garzón el certificado de defunción de Montesquieu, cosas así, que distraigan a los españoles, un pueblo, ya se sabe, básicamente de chicha y nabo. Porque una cosa es quejarse en abstracto del supuesto sexismo del lenguaje, confundiendo interesadamente el efecto con la causa (en un vago determinismo lingüístico que atribuye propiedades mágicas, no ya a las palabras, sino a los morfemas y hasta a los grafemas), y otra aceptar que con llamarlo lenguaja en vez de lenguaje, ya está resuelto el asunto. El pasado 24 de noviembre, víspera del Día Internacional contra la Violencia de Género (sic), la ministra Aído presentaba como estrella una medida consistente en catequizar a la judicatura mediante cursillos programados para instruirles en la artificiosa jerga de uso obligado en estos casos, aclarando más allá de toda duda que los términos con que siempre se han designado los antaño llamados crímenes pasionales no servían para impartir justicia. La Justicia, en suma, como disquisición terminológica, como Inquisición lingüística.
Puede que todo esto parezca banal, y desde luego lo es, pero ya Orwell, un tipo bastante más rojeras que «ZP» y «Gaspy» juntos —nombres ridículos, sí, como de cereales o gato, pero autoimpuestos por servidumbre a la mercadotecnia electoral y su falso colegueo: ahora que se los banquen—, advertía que, cuando un Ejecutivo propende al totalitarismo, antes prepara la destrucción del consenso social, empezando por destruir el verbal. Para ello es imprescindible llamar a las cosas «por los nombres que no son», como escribió inmejorablemente doña Pilar Ruiz Albisu para denunciar la «componenda» de los intercambios de favores políticos entre el Ejecutivo y ETA a través del PSE de Patxi López, ese estadista a quien los asesinatos etarras de concejales de su partido en Guipúzcoa en vísperas electorales le provocan una incontenible indignación... contra Rajoy.
Colaboración de M.R. Santander
>> Ir a Del género bobo 3
¿Paridad = Igualdad?
Uso a propósito términos como varón o hembra para enfatizar hasta qué punto es artificiosamente interesada esta asimilación espuria de sexo biológico a género gramatical, cuyo origen está en un calco irreflexivo y acrítico de la voz inglesa gender. Por descontado, uno nunca sabe si estas leyes sexualmente discriminatorias servirán o no para el bien que persiguen. En su defensa suele aducirse que la discriminación que instauran es necesaria para corregir la injusticia de partida, etcétera; pero la mayoría de estos argumentos son pura subjetividad. En fin, cómo saber algo tan difícil. Lo indudable es que estas leyes son antiigualitarias, vale decir injustas; y el igualitarismo es un axioma de base de la izquierda. Si renuncia a él, más le vale llamarse neorreligión a lo new age; todo muy bonito, pero ¿qué Mahomas querrá decir? ¡Ah! ¿Que cuanto más vaporoso, mejor? Así se ganarán Elecciones, pero estas medallas autoimpuestas que recargan el pecho de nuestro fatuo Líder Supremo son usurpadas, tan vanas como Él mismo.
A aquellas damas que sobrevivieron al naufragio del «Titanic», gracias a una merced del patriarcado conocida como caballerosidad, nunca se les habría ocurrido esgrimir su plaza en el bote salvavidas como una «conquista de la igualdad»; pero el reducido grupo de altas funcionarias públicas privilegiadas por las políticas de «discriminación positiva» —que funciona como una casta al estilo de las de la India, aunque minoritaria, porque no hay dotes para todas— jamás pone en duda, ni tolera que se ponga, que las dádivas que les otorga el Líder Máximo a cambio de su adhesión incondicional (a él, a Su Persona, no a ningún proyecto igualitario) sean sino etapas que van quemándose inexorablemente en el camino lineal al parque temático que ellas sueñan con seguir regentando ad infinitum. Tan lineal, de hecho, que cualquier duda sobre la eficacia o idoneidad de estas políticas con vistas al objetivo de lograr la igualdad es, sin más, un ataque contra «la mujer», ente abstracto encarnado, naturalmente, en ellas mismas, el lobby pseudofeminista que se atribuye el monopolio de la izquierda biempensante tal como aquellas beatas de misa diaria monopolizaban la moral dominante en la provinciana España de Franco. Como entonces, también ahora cualquier disidencia o duda se marcará con el estigma que reservan a los discrepantes quienes se presentan invariablemente como abanderados del diálogo, aunque no quepa mayor fraude a éste que apresurarse a colgar sambenitos para evitar a toda costa el tener que contrastar argumentos.
El ingrediente nuevo en algo tan viejo como este patriarcado pasado por la túrmix de la mercadotecnia demoscópica (las mujeres superan demográfica luego electoralmente a los varones) es que, ahora, a la discriminación sexual se le llama Igualdad; y a la dádiva en premio a la sumisión al santo varón que ocupa el poder, como ese Ministerio de Propaganda de nuevo cuño que se dedica a hacer como si velara, a muy buen precio, por la aplicación de estas medidas sexualmente discriminatorias, a ese pisito en el centro se le llama «políticas de igualdad». Ni que decir tiene que su titular será necesariamente una mujer, pues, en virtud de las leyes pro igualdad, el que este Ministerio lo desempeñe un varón es algo que no se plantea ni siquiera como debate teórico a lo Bizancio, por ejemplo: «¿Puede un hombre que haya llamado 1000 veces al Teléfono de la Esperanza, digo de la Bibiana, hasta trascender su bestialidad típicamente masculina, pasar por el ojo de la aguja de Mi Ministerio?».
Esta imposibilidad ontológica de que un varón sea ministro de Igualdad subraya dolorosamente el hecho de que este Ministerio no sea sino un regalo del machaca Zapatero a sus chicas. Por otra parte, tampoco la ministra del ramo concebiría nunca otra igualdad distinta de la sexual, que ella llama «de género», como apóstol que es de esa colonización cultural que nos trae la neolengua, vitola inconfundible de las dictaduras. Así, las cuestiones de fondo relacionadas con la inmigración, por ejemplo, que tocan nada tangencialmente a la Igualdad, a esta ministra ni la rozan, pues no atañen para nada a su reduccionista y miope visión de «género».
Aunque sea sin darse cuenta, la ministra acierta, porque su concepto de igualdad, muy de patio de mi casa, muy de chica Zapatero, pertenece en efecto a un género diferente. Un género banalizado, degenerado, del socialismo clásico, que, antes de ponerse a dividir a la humanidad en dos géneros, uno víctima y otro verdugo, cantaba aquello de «el género humano es la Internacional». Por lo visto en el XXXVII Congreso del PSOE, se mantiene la bonita tradición de terminarlos entonando tan enardecedor himno, pero más bien a la manera en que rumiaba el agnóstico del chiste real su renuncia a Satán, por imperativo jurídico, en el bautizo de una sobrina a la que apadrinaba (y adoraba laicamente).
Para qué recordar letra alguna, en efecto, si, como decía la despótica Reina de Alicia en el País de las Maravillas, «las palabras significan lo que yo diga que significan». Total, el lenguaje está «para jugar con él», dice Zetapé en Su país de las maravillas. Menos hipócrita sería decir: «Mi lenguaje está para engañaros, cosa que por otra parte estáis deseando». No en vano, cuando perpetraba la Constitución de Cataluña, se jactó ante los medios de disponer de ocho nombres diferentes entre los que escoger para poder decir nación... pero sin decirlo, claro. No vaya a ser que alguien consiga leerse el texto preconstituyente del Estado catalán. Y es que a él le gustará jugar con el lenguaje (su infantilismo no iba a limitarse a lo moral), pero con el lenguaje no se juega a lo tonto, de cualquier manera. No: aquí, como en el póquer, o se juega para ganar algo o no merece la pena que se juegue en absoluto. Aunque haya que hacer trampas, tirarse faroles, encargar a Garzón el certificado de defunción de Montesquieu, cosas así, que distraigan a los españoles, un pueblo, ya se sabe, básicamente de chicha y nabo. Porque una cosa es quejarse en abstracto del supuesto sexismo del lenguaje, confundiendo interesadamente el efecto con la causa (en un vago determinismo lingüístico que atribuye propiedades mágicas, no ya a las palabras, sino a los morfemas y hasta a los grafemas), y otra aceptar que con llamarlo lenguaja en vez de lenguaje, ya está resuelto el asunto. El pasado 24 de noviembre, víspera del Día Internacional contra la Violencia de Género (sic), la ministra Aído presentaba como estrella una medida consistente en catequizar a la judicatura mediante cursillos programados para instruirles en la artificiosa jerga de uso obligado en estos casos, aclarando más allá de toda duda que los términos con que siempre se han designado los antaño llamados crímenes pasionales no servían para impartir justicia. La Justicia, en suma, como disquisición terminológica, como Inquisición lingüística.
Puede que todo esto parezca banal, y desde luego lo es, pero ya Orwell, un tipo bastante más rojeras que «ZP» y «Gaspy» juntos —nombres ridículos, sí, como de cereales o gato, pero autoimpuestos por servidumbre a la mercadotecnia electoral y su falso colegueo: ahora que se los banquen—, advertía que, cuando un Ejecutivo propende al totalitarismo, antes prepara la destrucción del consenso social, empezando por destruir el verbal. Para ello es imprescindible llamar a las cosas «por los nombres que no son», como escribió inmejorablemente doña Pilar Ruiz Albisu para denunciar la «componenda» de los intercambios de favores políticos entre el Ejecutivo y ETA a través del PSE de Patxi López, ese estadista a quien los asesinatos etarras de concejales de su partido en Guipúzcoa en vísperas electorales le provocan una incontenible indignación... contra Rajoy.
Colaboración de M.R. Santander
>> Ir a Del género bobo 3