La Constitución española cumple hoy 31 años, edad más que suficiente para pasar entretenidos su crisis de la treintena planteando la reforma de sus graves errores estructurales, que tienden a superponerse entre sí, como queriendo chapuceramente corregirse unos a otros por un mecanismo de compensación improvisada que de antemano se revela imposible.
¿Imposible? Sin duda. Two wrongs don't make one right. Ay de los gobernados por quienes creen lo contrario.
Si un Estado delega, de forma reversible, sus poderes a unas partes del todo pero no a otras, pecará de falta de equidad. "Café para todos", pues, se dijo entonces, pero sabiendo que, si todos tomaban café, algunos querrían además pastas (porque siempre tienen que tener, o ser, "más": en eso consiste su "identidad") y que por otro lado otros ni siquiera habían pedido café, que les pone nerviosos y con razón.
Así pues, para hacer pasar por igualitario lo discriminatorio, los Padres salieron por peteneras con la famosa e ininteligible distinción entre regiones y nacionalidades que establece su artículo 2º, una distinción deliberadamente liosa, que es lo peor que le puede pasar a una Ley fundamental. Los Padres de la Constitución, ¿se dedicaron a redactarla de modo que se entendiera lo menos posible? Según mi análisis lingüístico del texto, sí. A fin de cuentas, todos eran políticos partidistas, vale decir expertos en usar las palabras para engañar.
De esta distinción tan coyunturalmente artificiosa (¿qué convertirá a Galicia, por ejemplo, en una comunidad "más histórica" que, por ejemplo, Castilla y León?) dimana un Título VIII que en consecuencia no puede ser sino disparatado. El mero sentido común dicta que no puede haber nacionalidad sin nación, pero los redactores de la Constitución sabían que no podía haber más nación que la española, sujeto de la soberanía popular. El reconocimiento de otras naciones dentro del Estado habría implicado de forma inmediata el "choque de legitimidades" del que ahora tanto se habla en Cataluña, siendo así que sólo hay una legitimidad, la del Pueblo español, ese conjunto de súbditos, no ciudadanos, un despojo compuesto en su abrumadora mayoría por cretinos morales, teleadictos convenientemente idiotizados. Es mejor así.
Para, entre otras cosas, dilucidar lo que nunca debió complicarse en primer lugar los constituyentes nos endosaron un Tribunal Constitucional (Título IX), por supuesto nombrado y controlado por los partidos, que maldita la falta que haría si la Constitución se hubiera escrito para que se entendiese. Este Tribunal, acaso enredado en el enigma insoluble de las nacionalidades sin nación, o tal vez sólo obediente a la voz de su amo, lleva tres años largos "deliberando" si el llamado Estatuto de Cataluña es conforme a la Constitución española, como si pudiera serlo un texto que asienta su legitimidad en la Nación catalana y pone negro sobre blanco que «los poderes de la Generalitat emanan del Pueblo de Cataluña». Puesto que al fin y al cabo se habla aquí de cosas que siguen siendo evidentes por mucho que se quieran complicar interesadamente, no hará falta sentar cátedra en derecho constitucional para ver claro, por el contrario, que ya no estamos ante una carta otorgada (lo son todos los Estatutos de autonomía), sino ante lo que, si las cosas se llamaran por su nombre, llamaríamos Constitución catalana.
El artículo 2 y el Título VIII de la española, esa versión maligna del caos (que en la mayoría de sus manifestaciones naturales tiende a la benignidad), propician que la delegación reversible por parte del Estado de poderes que le correspondían se vea por parte de las «nacionalidades» como conquista irreversible de lo que es suyo por derecho en virtud de su soberanía originaria. Dicho de otro modo, tras treinta años de Estado de las autonomías, la mayoría ha interiorizado como único democrático el punto de vista de los nacionalismos periféricos más cerrilmente dictatoriales, hasta el punto de considerar antidemocrático la separación de poderes o el concurso de la Ley. Esto forma parte de la creciente identificación de la democracia con el mero sufragio, independientemente de los contenidos. Por la misma razón, un sufragio parcial es más democrático que el de todos los españoles, que según este razonamiento no tendrían nada que decir sobre la desmembración de su territorio, aparte de bendecirla so pena de ser tildados de fachas y tratados como tales.
En el caso de Cataluña, el actual presidente del Gobierno de España se suma entusiasta al coro de demopopulistas: sin duda parece pensar que lo democrático es lo que decida el Parlamento catalán, mientras que cualquier decisión de la Cortes españolas, depositarias de la soberanía nacional, sería "una imposición antidemocrática". Por algo prometió, entre fervorosos aplausos de los suyos, lo siguiente al entonces presidente de la Generalidad catalana durante un mitin electoral celebrado en Barcelona el 13 de noviembre de 2003,: "Pasqual: apoyaré la reforma del Estatuto de Cataluña que apruebe el Parlamento de Cataluña". "Dios, pero qué redemócrata soy", debió de pensar inmediatamente después, a juzgar por su seráfica sonrisa de autosuficiencia.
Nada más natural, en la confusión que lo domina todo, que trasladar ahora la discusión a si ZP dijo "la reforma" o "una reforma", cuando el artículo determinado o indeterminado da en este caso exactamente lo mismo. Ya se sabe: cuando a un necio le señalan la luna, el necio se admira del dedo.
El mundo está en crisis; el ser humano está en crisis; las autonomías están en crisis; la Constitución está en crisis; la medicina está en crisis; la propaganda está en crisis; la tontería está en crisis; la repetición está en crisis. Che, ¿sacaremos algo en claro de esta crisis? Mentras non prohíban a miña lingua e os meus costumes, a min que me chamen o que queiran: galega, española, equis...
ReplyDeleteNo quería yo hablar de identidades. Allá cada cual con su onanismo. Yo hablaba de soberanía, de que Cataluña no es soberana, ni Galicia ni Euskadi ni Andalucía. Ni siquiera Canarias; y España, cada vez menos. Desde ese punto de vista, te llamo española exactamente igual a mí en derechos y obligaciones. Los sentimientos de amor por una tierra, una lengua etc. podrán estar muy bien, o ser una mierda, pero no vienen al caso que comentaba ni pueden fundamentar leyes, menos aún privilegios. La tontería no está en crisis, sino muy en boga; no hay más que abrir los periódicos.
ReplyDelete¿Y quién tiene el poder de decidir qué es tontería y qué no lo es? Aunque creo que coincido contigo en este caso, no me apetece abrir los periódicos. Se aprende más escuchando a algunas personas.
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