Siempre he sido un libertino. Desde que tengo memoria.
A los seis años una chica del colegio que casi me triplicaba la edad me desvirgó tras la tapia de las piscinas en una audaz combinación del juego de médicos con el de “Arre, caballito”. Lo cierto es que sólo recuerdo unas respingonas tetillas que botaban frente a mi cara y una agradable comezón que superaba incluso a la de hacerse pis en la cama, pero aquella experiencia me marcó para los restos.
Toda mi época escolar se convirtió en una persecución constante de mi pequeño sátiro a la infinidad de ninfas que poblaban el colegio, delicadas criaturas de culito prieto y rubor fácil.
A los dieciséis años entré como aprendiz de un carpintero, que me despidió dos días después al descubrirme lamiendo las ingles de su señora, bendita ella y su sedoso pubis.
A los dieciocho me contrataron como portero en la discoteca del pueblo, proporcionándome dos años de peleas con novios y escarceos con novias en el reservado. La gonorrea que contraje en la mili frenó de alguna forma mi ardorosa actividad y me empujó, con la ayuda de mis familiares alarmados por mi mala vida y la de un capitán de la guardia civil por la de su mujer, a un matrimonio que nunca debió formalizarse.
Yo jamás prometí nada a mi esposa y por lo tanto en nada fallé. De hecho, trabé gran amistad con dos conocidos de mi pueblo que le demostraban, día a día, a mi Jimena que mi degeneración no era algo tan inusual.
Pronto la fama de los tres juntos superó con creces la mía, hasta el extremo que rara era la mujer que se atreviera a saludarnos, salvo las que eran capaces y aficionadas al juego a tres bandas en el que nos perfeccionamos.
Mi mujer no daba muestras de arrepentimiento en su obcecada actitud respecto a mis aficiones y amistades, al contrario, cada día las escenas que me montaba se superaban en dramatismo e histeria. Cada noche que mis amigos y yo llevábamos una presa a mi casa, ella amenazaba con suicidarse, y lo hacía a gritos, proporcionando un contrapunto casi artístico a los gemidos de nuestra bien servida huésped.
Un día, uno de mis camaradas nos anunció su matrimonio con una muchacha de la localidad famosa por su ninfomanía y sus hectáreas de viña. Para celebrarlo decidimos pasar una noche especial, por todo lo alto, con la mejor profesional del lugar pero, cuál fue la desilusión al descubrir que nuestra fama nos cerraba las puertas de los dos puticlubs del pueblo. Decidimos adaptarnos a las circunstancias y bajar el listón echando mano de una de nuestras amantes habituales… fogosas, sí, pero más torpes de ejecución y duras de maniobra. Tampoco fue posible. Las fiestas navideñas y cierta epidemia de gripe habían dejado desoladas las calles.
Tristes pero enteros, porque donde hay casta no hay desánimo, nos dirigimos a mi casa para tomar unas copas y recordar otras noches más propicias, pero al llegar descubrimos que mi querida Jimena había decidido amargarnos la noche cumpliendo sus viejas amenazas.
Su cuerpo desnudo flotaba en una nube roja en la bañera.
El seco impacto de la sorpresa heló nuestra alegre charla y durante unos momentos no pude apartar los ojos de sus muñecas abiertas. Pasaron lentos los segundos de duelo antes de que yo, sobreponiéndome a mi aversión a la sangre, pudiera sonreír a mis amigos y decirles:
-A este cadáver no le va a quedar agujero sano esta noche.
<< Reto nº 7
Platero y yo y yo >>
A los seis años una chica del colegio que casi me triplicaba la edad me desvirgó tras la tapia de las piscinas en una audaz combinación del juego de médicos con el de “Arre, caballito”. Lo cierto es que sólo recuerdo unas respingonas tetillas que botaban frente a mi cara y una agradable comezón que superaba incluso a la de hacerse pis en la cama, pero aquella experiencia me marcó para los restos.
Toda mi época escolar se convirtió en una persecución constante de mi pequeño sátiro a la infinidad de ninfas que poblaban el colegio, delicadas criaturas de culito prieto y rubor fácil.
A los dieciséis años entré como aprendiz de un carpintero, que me despidió dos días después al descubrirme lamiendo las ingles de su señora, bendita ella y su sedoso pubis.
A los dieciocho me contrataron como portero en la discoteca del pueblo, proporcionándome dos años de peleas con novios y escarceos con novias en el reservado. La gonorrea que contraje en la mili frenó de alguna forma mi ardorosa actividad y me empujó, con la ayuda de mis familiares alarmados por mi mala vida y la de un capitán de la guardia civil por la de su mujer, a un matrimonio que nunca debió formalizarse.
Yo jamás prometí nada a mi esposa y por lo tanto en nada fallé. De hecho, trabé gran amistad con dos conocidos de mi pueblo que le demostraban, día a día, a mi Jimena que mi degeneración no era algo tan inusual.
Pronto la fama de los tres juntos superó con creces la mía, hasta el extremo que rara era la mujer que se atreviera a saludarnos, salvo las que eran capaces y aficionadas al juego a tres bandas en el que nos perfeccionamos.
Mi mujer no daba muestras de arrepentimiento en su obcecada actitud respecto a mis aficiones y amistades, al contrario, cada día las escenas que me montaba se superaban en dramatismo e histeria. Cada noche que mis amigos y yo llevábamos una presa a mi casa, ella amenazaba con suicidarse, y lo hacía a gritos, proporcionando un contrapunto casi artístico a los gemidos de nuestra bien servida huésped.
Un día, uno de mis camaradas nos anunció su matrimonio con una muchacha de la localidad famosa por su ninfomanía y sus hectáreas de viña. Para celebrarlo decidimos pasar una noche especial, por todo lo alto, con la mejor profesional del lugar pero, cuál fue la desilusión al descubrir que nuestra fama nos cerraba las puertas de los dos puticlubs del pueblo. Decidimos adaptarnos a las circunstancias y bajar el listón echando mano de una de nuestras amantes habituales… fogosas, sí, pero más torpes de ejecución y duras de maniobra. Tampoco fue posible. Las fiestas navideñas y cierta epidemia de gripe habían dejado desoladas las calles.
Tristes pero enteros, porque donde hay casta no hay desánimo, nos dirigimos a mi casa para tomar unas copas y recordar otras noches más propicias, pero al llegar descubrimos que mi querida Jimena había decidido amargarnos la noche cumpliendo sus viejas amenazas.
Su cuerpo desnudo flotaba en una nube roja en la bañera.
El seco impacto de la sorpresa heló nuestra alegre charla y durante unos momentos no pude apartar los ojos de sus muñecas abiertas. Pasaron lentos los segundos de duelo antes de que yo, sobreponiéndome a mi aversión a la sangre, pudiera sonreír a mis amigos y decirles:
-A este cadáver no le va a quedar agujero sano esta noche.
<< Reto nº 7
Platero y yo y yo >>
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