El Mundo Today

2012/10/02

El PA y la PV, o lobotomía aciaga de Alexandru Cancelescu


Cuando los basureros de Bucarest se declararon en huelga indefinida el verano de 1996, Alexandru Cancelescu decidió aprovecharla para pasar unos días con Ileana, su amante; y con un poco de suerte acallar así las protestas de ésta en plan nunca pasamos tiempo haciendo otras cosas juntos, sólo me quieres para follar etc. Las perras, Vds. ya me entienden... O quizá no, porque Cancelescu era casado; y este dato, que habíamos omitido, tiene su relevancia en la historia.
A Mara, su mujer, le justificó la ausencia diciéndole que tenía una convención de basureros en Timisoara, para debatir sobre residuos, un tema de candente actualidad. Le pareció que, siendo basurero, sonaba más creíble que un viaje de negocios a Viena, por ejemplo. Mientras pudo le había ocultado a su mujer su verdadera profesión, vendiéndole que era diseñador de enseres y decorador de interiores; pero no todos nacen para genios del márquetin; y siempre acaba llegando el momento en que el olor acaba delatándolo a uno. Porque inevitablemente lo que haces te deja olor a lo que eres; y la Puta Verdad (PV) no hay ducha ni cambio de ropa que puedan retrasarla sine die.
A Ileana, en cambio, Alexandru aún no había tenido que confesarle la PV; así que ante ella sostenía la ficción de un empleo en el que sólo metafóricamente era preciso pringarse las manos. Facilitaba la logística de todo este tinglado el hecho de que su Mara e Ileana viviesen en el mismo edificio, una atroz torre de apartamentos. Concretamente Mara vivía en el 9ºB e Ileana, en el 12ºC. Alternando con su trabajo y entrambas mujeres, Alexandru podía ducharse, desodorizarse, perfumarse y sobre todo mudar de piel cómodamente varias veces al día, necesitando escasos segundos para cubrir en ascensor la distancia que separaba su domicilio conyugal del de su amante.
El fingimiento, además de la discreción, es un requisito previo ineludible para todo aquel que se proponga exhibir plumaje con fines de cortejo, es decir engaño; y ni un momento dejaba Cancelescu de engañar a Ileana. Por su bien, por el de ellos dos, su 'nosotros' ficticio. Por la relación que ambos se esforzaban en alimentar. Porque las relaciones de pareja se alimentan de ficciones para amantes, más o menos románticas pero invariablemente falsarias, mentirosas. Como el Puto Amor (PA), que lo aguantará todo, pero se seca en diez minutos bajo el sol abrasador de la PV; y una vez asolado por la PV se agostará para no rebrotar jamás.
No era que Cancelescu no amase a Mara; o por decirlo en términos más científicos: no es que no le profesara PA. Era que la PV les había envilecido el PA, como siempre ocurre en estos casos. Ningún amante seduce sin mentir. Nunca la PV hizo nada por el PA; al contrario: lo que se nutre de ilusiones tan precarias como un espejismo sólo puede sobrevivir a cobijo de lo que realmente es.
El jueves 4 de julio, nada más despedirse de Mara (que hasta le hizo la maleta amorosamente, infectada como estaba de PA, que a su vez iba oxidándose de PV sin prisa pero sin pausa, fin del paréntesis), Cancelescu subió en el ascensor al piso de Ileana, del que tenía llave; se puso el pijama, escondió la maleta sobre una alacena de la cocina y esperó viendo la tele a que Ileana volviese de su trabajo. Mara le había preparado una fiambrera con sobras de un guiso suyo, que Cancelescu puso a calentar a fuego lento en una olla como si lo hubiese cocinado él, porque el ser un cocinillas formaba parte de la ficción particular que había fabricado de sí mismo para proteger, recordemos, a Ileana y al PA de la PV.
Llegada Ileana, cenaron, recogieron, fregaron y se pusieron a ver la tele en pijama, un programa idéntico al que solía cumplimentar con su mujer los viernes por la noche. Cancelescu no pudo por menos de preguntarse para qué quería una amante con la cual hacía exactamente lo mismo que con la legítima en un apartamento exactamente igual que el suyo. Será que los simios, como buenos mamíferos, no estamos diseñados para la monogamia; vamos, que patos exactamente no somos.
Antes de retirarse a la cama, que también era igual que la de su casa en aquel suburbio bucarestino de gris uniformidad, su amante le pidió que bajase la basura. Mara nunca se lo habría pedido, ahora que sabía que él vivía entre, para y de los desechos ajenos. Pero Ileana ignoraba la PV de la profesión de Alexandru; y de eso la culpa, como hemos dicho, la tenía él, que para excusar explicaciones decidió no discutir y bajar la basura sin ponerse ni las zapatillas, aprovechando que en Bucarest hacía tan buena noche estival. Ileana le prometió una sorpresa para cuando volviera (o, si esas cosas no le sorprendían ya, una recompensa), prometiéndole también que para cobrársela sólo tendría que abrir la puerta del apartamento, que dejaría entreabierta, y pasar al dormitorio. Qué quieren, también la aventura acaba trocándose rutina.
En pijama, descalzo, sin dinero, documentación ni llavero, Cancelescu cruzó la calle en dirección al contenedor de basuras. Cuando volvía a cruzarla de vuelta a su portal, fue interceptado por un camión de recogida que él reconoció al instante, como conocía de sobra a sus ocupantes, compañeros de su maloliente trabajo que pretendían viajar por carretera hasta Pamplona para celebrar allí los Sanfermines. En su euforia típicamente alcohólica, esperaban llegar para el chupinazo con el vehículo de la empresa; y habían ido a buscar a su compañero para convencerlo de que los acompañara. Al verlo allí, indefenso y casi desnudo, decidieron secuestrarlo por las bravas, agarrándolo entre cuatro y metiéndolo, sordos a sus protestas, en el camión, que inmediatamente abandonó el lugar donde acababa de perpetrarse el secuestro.
En 1996 no había muchos teléfonos móviles, y menos en Rumanía. Mientras la furgoneta se alejaba de su casa hacia el oeste, el cautivo Alexandru nada dijo a sus amigachos cobasureros sobre su amante Ileana, cuya existencia ellos desconocían, que para eso era un tipo de lo más discreto. Es la primera virtud que debe tener un mujeriego. En vez de eso apeló a la inquietud de su mujer, a la que sí conocían algunos, como Pijulocu, y que según les impetró Cancelescu estaría retorciéndose de preocupación al ver que su marido no regresaba tras haberse ausentado, en pijama y sin zapatillas, a bajar la basura. Cancelescu suplicaba en el desierto; o quizás en un lugar aún más inhóspito, porque en el desierto nadie le habría obligado a beber media botella de pacharán La Navarra, que es como un beso, o varios. Pero Pijulocu, el más compasivo entre sus compañeros de trabajo, que manejaba el camión de recogida en el que viajaban, fue sensible a sus súplicas, accediendo a conducirlo a casa. Temporalmente, dijo. Sólo para que pudiera avisar a su mujer de que lo habían secuestrado por esquirol y, aunque en las mejores manos no estaba, tarde o temprano acabaría regresando a casa más o menos entero.
Lo que ocurrió entonces Alexandru Cancelescu nunca ha acertado a explicárselo. Un fatalista lo llamaría fatalidad; una persona de orden o religiosa, castigo divino, aunque autoinfligido; un tradicionalista diría que obedeció a la fuerza de la costumbre; un psicoanalista, que fue un acto fallido atribuible al deseo subconsciente que Alexandru tenía de reunirse con su mujer. Quizá lo que pasó fue simplemente que la puerta del 9ºB, sin placas ni marcas externas, se parecía a la del 12ºC como una gota de agua a otra, o como Ileana a Mara, ambas eran indistinguibles salvo por el número y letra, dos detalles intrascendentes entre la masa uniforme.
Cancelescu se apercibió de su lapsus un segundo después de haber llamado a la puerta de su propia casa, recordando que Ileana le había prometido una sorpresa o, mejor dicho, una recompensa por haber bajado la basura, anunciándole que dejaría la puerta entreabierta. Por eso se había ido sin llaves. “Esto es el puto pacharán” (¿PP?), se dijo precipitándose al ascensor con intención de enmendar su lamentable lapsus freudiano; pero no bien hubo pulsado el botón del piso 12º vio a Mara aparecer en el umbral con cara de incredulidad y furia entreveradas. Al verlo allí en pijama, apestando al alcohol que sus amigotes le habían derramado encima y sobre todo con esa cara de culpabilidad que lo decía todo, cuando ella le creía en Timisoara, Mara lo sacó del ascensor antes de que se cerrara la puerta, arrastrándolo al interior de su vivienda, donde empezó a golpearle la cabeza con todas sus fuerzas y con una estatuilla de Artemisa y de mármol que la pareja poseía en régimen de gananciales y que reposaba sobre una cómoda en el recibidor. Alexandru se desplomó inconsciente contra el suelo. Le manaba abundante sangre de la frente; y Mara, convencida de haberlo matado, sintió la punzada del remordimiento. De no haber estado ella enamorada de su marido, quizá no habría habido mayores consecuencias, pero el PA siempre hace de las suyas. Ofuscada, no tuvo mejor idea que arrojarse al vacío por la ventana, yendo a caer casualmente sobre el camión de la basura que esperaba en la calle y que, por una coincidencia aún más asombrosa, transportaba colchones en su remolque superior.
Un minuto antes, desde su cama, Ileana había oído aliviada abrirse la puerta del ascensor. Ya era hora, le parecía a ella, de que Alexandru volviese de bajar la basura. Nada más salir él de casa, ella se había desnudado, aceitado y esposado a la cabecera de la cama (un jueguecito ya ritual-habitual que solían practicar ambos para salpimentar su PA), con tan mala fortuna que el llavín de las esposas se le había resbalado de los aceitosos dedos para caer al suelo, fuera de su alcance. Pero el ascensor no transportaba a Cancelescu, había hecho de vacío su breve trayecto del noveno al duodécimo...
Cuando sus compañeros de trabajo sintieron el impacto de Mara contra el remolque superior del camión, se quedaron atónitos. Reconociendo en el acto a la mujer de Cancelescu, que había caído al asfalto rebotada por los colchones, supusieron, como es lógico, que ella no le habría dejado ir a Pamplona y que, como no es imposible, Cancelescu habría puesto fin al debate subsiguiente arrojándola por la ventana. Entonces Pijulocu y otros cuatro entraron al edificio para llevarse a Cancelescu y, viendo el chivato del ascensor parado en el número 12, subieron a ese piso, donde encontraron abierta la puerta del apartamento C...
To cut a long story short, los cinco hicieron con Ileana cuanto les plugo, incluidas ciertas prácticas perfectamente reprochables con una botella de pacharán La Navarra, que no siempre es como un beso. Entretanto, algún alma caritativa llevó a Alexandru al hospital, donde coincidió, en la misma habitación, con Mara, quien increíblemente sólo tenía lesiones leves. El único muerto de esta historia fue el juez que vio el caso y, al leer el sumario, no pudo contener un violento ataque de risa, que lo derribó del sillón por la espalda, desnucándolo, deceso que la Justicia imputó, no sin parte de razón, a Alexandru Cancelescu, que en cuanto le dieron el alta con una lobotomía frontal de tomo y lobo, intentó suicidarse tirándose al tren. Fue una tentativa frustrada: solidarizándose con los basureros, los ferroviarios se habían declarado asimismo en huelga. Por culpa de los colchones, el camión de recogida no llegó a cruzar la frontera húngara.

Amanecer >> << Pene de potrillo

No comments:

Post a Comment