Cierta mañana empequeñecí en mitad de
un día violeta. Me costó trabajo hacerme a mi nueva dimensión. A pesar de que
la cama parecía grandísima, la oscuridad me empujó al vacío. Creí que iba a
matarme; después de planear unos instantes, caí en la alfombra atrapada en mi
camisola. Como pude, me escabullí por el hueco de una de las mangas y me dirigí
hacia la cocina. Tardé media hora en atravesar el pasillo; una vez allí, me
percaté de que todo estaba por las nubes. Sin saber qué hacer, permanecí tan
quieta como la silla que me miraba desde el fondo. Aunque tenía hambre, no pude
alcanzar el trozo de bizcocho que había despreciado de madrugada. “Lo mejor
será meterme otra vez en la cama”, pensé, y fui hacia mi dormitorio, al que no
llegué hasta bien entrada la tarde. Exhausta, me quedé dormida sobre la
alfombra no sé cuánto tiempo. Al despabilarme, encontré un trozo de papel que
ponía: “DORMIR ES MORIR”. Entonces, asustada, me metí en el patuco de mi bebé y
corrí hacia la calle.
M.M.