Acorralados por
décadas de críticas y menosprecio generalizado, los mastines ya no organizan
despedidas de soltero como las de antes. Han escuchado demasiadas reprimendas
por su presunta vulgaridad (¿a quién se le ocurre ir a un espectáculo de
strip-tease?) y optado por ocultar su deseo (absurdo) de
yacer simultáneamente con dos brasileñas desnudas al menos una vez en la vida, antes
de entregarse al nirvana sostenido de la vida conyugal. Resulta frecuente que
hayan interiorizado los argumentos de sus compañeras sentimentales y repitan
con convicción aquello de que esas fiestas “ya no tienen sentido cuando llevas
años durmiendo con alguien”. En otros casos, la mera idea es abortada por un
amigo que no puede ocultarle nada a su mujer (inclinación catastrófica, entre
otros motivos porque la mencionada esposa se ha hecho amiga de las otras novias
del grupo). Para no angustiar a los lectores, obviaremos a continuación los
casos en los que la compañera sentimental, devenida en centinela, explora
sistemáticamente las cuentas de correo electrónico de sus novios, nuestros
amigos.
“Tíos, nada de pibas”. Sacrosanta hace sólo veinte
años, la oportunidad de cometer algún exceso teóricamente vetado antes de
deslizarse en el paraíso matrimonial es descartado de antemano por los miembros
más respetables de la comunidad. ¿Por qué caer tan bajo? En el siglo XXI las
despedidas de soltero siguen siendo organizadas por los amigos, pero su tradicional
consagración, el lance que las justificaba, está prohibida de antemano. A
resultas de ello, la preparación del evento es lastrada por una contradicción
insuperable: hay que sorprender al novio de alguna manera y tratar como sea de
que el fin de semana no constituya una costosa pérdida de tiempo (y efectivo). Porque
el novio no quiere sexo, pero sí desea (por alguna razón) despedir su soltería.
La castración metafórica del grupo desencadena un rosario de sustitutos
parciales: la mejor carne, el mejor whisky, etc. Tratar por todos los medios de
reemplazar un bonito par de pechos por dos días de agresión hepática que borren
cualquier señal de libido. Borrachos como zombis, ni siquiera darán lugar a la
masturbación después de desplomarse vencidos sobre un camastro en una cabaña alejada
del mundanal ruido.
Entre los beneficiarios de la
evolución social de estas fiestas están los empresarios del ‘paintball’, juego
donde los amigos del cónyuge aspiran a sentirse de nuevo machos prehistóricos
durante un par de horas tratando de ‘eliminar’ adversarios con pelotas de
pintura, sudando entre arbustos y encinas, reclamando para sí una pequeña descarga
de testosterona. La metamorfosis de estos eventos desnaturalizados ha
llegado incluso a Wikipedia, cómica cuando explica que “el desarrollo del
turismo rural […] ha hecho que gran número de despedidas pasen de ser una
celebración en la ciudad a un fin de semana rural lleno de actividades”.
Mientras tanto, las mujeres ocupan sonoramente
las calles con sus despedidas de soltera y sus penes de plástico y se pasean
medio desnudas, ataviadas de conejitos playboy, expresando su sexualidad
libremente por la ciudad ante la mirada atónita (cuando no babosa) del hombre actual,
huérfano de un plan que inventaron sus antepasados y que le han robado sus
hermanas, primas, amigas, amantes y novias. Los clubs de ‘striptease’ masculino
rebosan de mujeres respetables que introducen billetes en los tangas de los strippers,
chillando como jabalíes heridos ante la visión del miembro viril, gozando en
directo y sin cortes publicitarios de sus reivindicaciones de paridad festiva,
completamente indiferentes al argumento de que esas fiestas “ya no tienen
sentido cuando llevas años durmiendo con alguien” y públicamente aficionadas al fascinante
mundo del ‘tuppersex’, donde el proceso hacia la sustitución definitiva del
macho encuentra un ecosistema extraordinariamente fértil. En las sociedades
avanzadas ya no están bien vistas las demostraciones ostentosas de heterosexualidad
masculina. Entre el “tíos, nada de pibas” y la comparación a carcajadas del
tamaño de los consoladores late una derrota cotidiana.
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