Los miraba como a dioses. Bailaban con una profundidad que parecía hablarle a mis sueños. Sus piernas se entrelazaban entre ritmos sensuales. Sus cuerpos se acariciaban con deseo. Aunque sólo una niña, presentía ya el lenguaje del cuerpo, el misterio de dos figuras enlazadas. Los miraba fascinada. Sus rostros transmitían dolor y desesperado abandono. Mi infantil timidez era experta en dolor, deseosa de abandono y pasión. El tango se inscribía en mi corazón y marcaba una cita inevitable en el futuro.
Crecí con espinas y rosas. Miedosa y dependiente, buscaba compañía para todas mis aficiones. Llegó el día en que tuve que abandonar el hogar paternal. Me independicé físicamente, pero seguía atada en mi interior. No podía hacer nada yo sola. Un día el tango llamó a mi puerta. Una amiga había encontrado un folleto para bailes de salón y quería que la acompañara. Hablé con la profesora y me inscribí en mis primeras clases de baile. Mi amiga se echó atrás dejándome sola. Cohibida, insegura pero decidida, entré en la academia. La música comenzó a sonar y me cautivó. Resuelta y enamorada ya de unas letras, aprendí mis primeros pasos de tango.
En la clase no había hombres, así que el baile en pareja me estaba vedado. Todavía tímida y llena de inhibiciones, dudo que hubiese podido dejarme llevar en un movimiento tan sensual. Pero mi amor por el tango crecía. La música me llenaba y acompañaba andando a casa. Cambios en la academia hicieron desaparecer el tango. Lloré su ausencia y lo olvidé.
Pasaron años en los que aprendí mucho en la escuela de la vida. Escuela de pasión. Me arriesgué. Amé con desesperado abandono y fui amada, deseé sin freno y fui deseada, maltraté sin piedad y fui maltratada, juré con dolor y rompí mi juramento, lloré con desconsuelo y lloraron por mí. Viví más de una pasión y un día dejé de sentir. Tanto dolor, tantas lágrimas, tanta aniquilación.
Tras una visita a tierra santa y un calvario, regresaron los sentimientos. Y acepté mi destino. Apasionada y abierta al dolor y a la alegría, me tocaría llorar el resto de mi vida, llorar lágrimas de duelo y de éxtasis. Agradecida, me lancé a la vida con ansias de sentir. Respiré la brisa y visité el océano. Vi el hermoso cielo y las aves volando en bandada. Recogí un aroma y deposité más de un beso en rostros amigos. Lloré mis ausencias y miedos. Franqueé las puertas del infierno y superé los retos del reencuentro con el pasado. Me abofeteé con rabia e insulté con ira. Y suspiré de pasión, enamorada del esplendor de la vida. Era el momento adecuado para que el tango regresase.
Y no me sorprendí cuando conocí a Miguel, maestro de tango. Él me guió para que pudiese cumplir mi sueño de la infancia: bailar la pasión. En el primer baile vi que el tango significaba sentir la energía del otro. Que sabía expresarme en el lenguaje del cuerpo. Que, sin inhibiciones, era capaz de dejarme llevar por los diestros movimientos de Miguel y sentir su energía, triste y poderosa, llena de vida y comprensión y vitalidad, compenetrándose con la mía, quizás parecida, y sabiendo que aquel baile era especial, tanto que nos sentimos uno y al unísono nos abrazamos de forma espontánea y fraternal al finalizar la canción. Aquella era la cita que tanto había esperado. Lágrimas de emoción asomaron a mis ojos: el tango me tendía una mano.
Milonga
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