(Trad. it. de Rosalía Borgia e Isidra
Montinelli)
Lun. 1 de julio, san Galo
Ayer nos enteramos por la prensa de que
acabamos de publicar nuestra primera y muy elogiada carta Encíclica, bajo el
título Lumen fidei. Era tan
buena y por eso mismo nos sonaba tan poco familiar, que hemos tenido que
rebañar hasta la última candela de nuestra Fe para llegar a creernos de
verdad (esto es, por la vía fideísta) que aquello lo habíamos escrito
Nos. Por la pobre vía de nuestra razón autónoma (una vía caracterizada por la
soberbia, de la que por tanto conviene desconfiar) jamás habríamos hallado
manera de deducir semejante conclusión, pues basta hojear al azar esta
Encíclica firmada por Nos para adivinar la autoría inconfundible del verdadero
Papa, Peneadicto XVI. El Jefe, que ya durante su Papado visible había parido
cual coneja sendas cartas sobre la caridad (Caritas in
veritate) y la esperanza (Spe
salvi), concluía con esta tercera su serie sobre las virtudes
teologales, así llamadas por recibirse infusas de Dios como dones
sobrenaturales. La discreción de su Papado en la sombra le permite dedicarse a
escribir, que es lo que a él le gusta, y hay que reconocer que lo hace como
nadie.
En la fraternidad de Cristo, y también por
ser una orden directa del Jefe, hemos asumido generosamente la autoría de su
texto, estampando nuestra firma al pie, gesto que la prensa mundial ha
atribuido de forma unánime a nuestra humildad. En efecto: pudiendo haber
escrito nosotros mismos nuestra propia Encíclica, como no habría dudado en
hacer cualquier otro Papa más engreído y pagado de sí, el nuevo estilo de
Papado sencillo que Nos representamos irradia modestia intelectual de sobras
para que podamos atribuirnos el laburo ajeno con tanta soltura como olvido del
propio ego ...y del ajeno.
La suprema humildad que manifestamos
colando como producto de nuestra pluma un texto que ni remotamente seríamos
capaces de producir se revela con especial elocuencia cuando no sacamos de su
error a tanto periodista como se ha declarado gratamente sorprendido de que el
nuevo Papa, al que en comparación con el anterior consideraban un filisteo,
haya podido redactar una Encíclica de tal hondura intelectual, que hasta cita a
Wittgenstein y todo; y encima con fundamento. Desde luego que nadie estaba más
sorprendido que Nos y, la primera vez que la leímos, nuestra sorpresa se trocó
asombro; pero con ayuda de Peneadicto nos hemos familiarizado tanto con su
contenido, prodigiosa mezcla de irracionalidad y erudición, que por momentos
hemos llegado a creernos autor de este brillante ensayo sobre la Luz de la
Fe.
La tradición de la Iglesia ha indicado con
esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de
san Juan se presenta con estas palabras: “Yo he venido al mundo como Luz,
así que quien cree en mí no quedará en tinieblas”.
El mundo pagano, hambriento de Luz,
desarrolló el culto al Sol, al Sol
invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renazca cada día, el Sol no
ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la
muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. “No se ve a nadie
dispuesto a morir por defender su Fe en el Sol”, observaba san Justino mártir,
omitiendo que tampoco abundan los dispuestos a ejecutar heliólatras por el
improbable delito de proclamar su creencia en un astro al cual maldita la falta
que le hacen fes profusas ni patidifusas, sobrándole el hecho evidente de que
está ahí, alumbrando; y que calcina como sólo puede hacer la Fe misma. Por
decirlo con el palíndromo de Darío Lancini, el más excelso conocido en idioma alguno: "seas árbol o Dios, la Fe,
falso ídolo, brasa es".
Conscientes del vasto horizonte que la Fe
les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero Sol, “cuyos rayos dan
la vida”. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús:
“¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?”; y no añade, ni falta
que hace, que la única manera de que María pueda conservar su Virginidad
después de concebir y aun después de parir al Hijo de Dios es que ella misma se
crea semejante sinrazón; y después de ella, todos los demás, convirtiéndola en
dogma de Fe. Credo quia absurdum, que
decía san Agustín; pues si el objeto de creencia no fuese absurdo, ¿qué
necesidad habría de recurrir a la Fe como pensamiento performativo? La misma
que tenía el hombre primitivo de creer en un Sol sin cuya existencia
nada, incluidos nuestros dioses a medida, podría existir.
Ilustres escéptico-sifilíticos como
Nietzsche asociaron la Fe a la oscuridad, buscándole un ámbito que le
permitiera convivir con la luz de la razón allí donde ésta no pudiera llegar,
dejando al hombre desprovisto de certezas. La Fe se ha visto así como un salto
que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o
bien como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de ofrecer
consuelo privado, pero imposible de proponerse a los demás como un Sol
tangible, luz objetiva y cierta que alumbre el camino común. Poco a poco, sin
embargo, se ha visto que la luz de esta razón autónoma no logra iluminar
suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, dejando en el
hombre miedo a lo desconocido. Cuando falta esa Luz tan potente que no puede provenir
de nosotros mismos, que debe emanar de una fuente más primordial, que tiene que
venir, en definitiva, de Dios, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir
el Bien del Mal, la senda que lleva a la meta, de aquella otra que nos hace dar
vueltas y vueltas, como polillas en torno a una luz tan real que no precisa de
nadie que crea en ella.
También ese tremendo vanidoso de Rousseau
lamentaba no poder entrevistarse con Dios personalmente, sin intermediarios:
“¡Cuántos hombres entre Dios y yo!”, se queja, al tiempo que se
pregunta: “¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a Moisés
para hablar con Jean Jacques Rousseau?” Más natural, podría contestársele, que
tu rousseauniana pretensión de que Dios te conceda cinco minutos de audiencia, pelmazo insufrible y encima francés, para interesarse por las impresiones,
forzosamente engañosas, de tu arrogante subjetividad. Con ese concepto
individualista y limitado del conocimiento, Rousseau jamás llegará a entender
el sentido de la Mediación, esa capacidad de participar en la visión del otro,
ese saber compartido sólo alcanzable desde la más devota Fe. Porque la Fe es un
don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse,
para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la
Historia de la Salvación. La arquitectura gótica lo ha expresado muy bien: en
las grandes Catedrales, la Luz llega del Cielo a través de las vidrieras en las
que está representada la Historia Sagrada como un cómic para analfabetos.
Aun sabiendo que le convenía mucho más
creer que pensar, el Pueblo ha caído demasiadas veces en la tentación de la
incredulidad. Aquí lo contrario de la Fe se manifiesta como idolatría. Mientras
Moisés habla con Dios en el Sinaí, el Pueblo no soporta el misterio del Rostro
oculto de Dios, se impacienta con la espera y desconfía de su Mediador. Más que
al becerro de oro, adora el oro del becerro, que le parece moneda de más ley que el fidedigno amor de Dios.
La mayor prueba de la fiabilidad del amor
de Dios se encuentra en la muerte de Cristo a manos de los hombres. Ahora bien,
sólo se manifiesta a la Luz de su resurrección. En cuanto que resucitado,
Cristo es testigo fiable, digno de Fe, apoyo sólido para nuestra Fe. Como
recuerda san Pablo, “si Cristo no ha resucitado, vuestra Fe no tiene sentido”
(1 Co 15,17). Pero al aceptar el don divino de la Fe, el creyente es
transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, filial, que se hace
hijo en el Hijo.
Del mismo modo, la profundización de la Fe
católica en la Maternidad Virginal obliga a la Iglesia a proclamar la
Virginidad real y perpetua de María incluso tras el parto del Hijo de Dios
hecho hombre (cf. san León Magno, c. Lectis
dilectionis tuae: DS, 291; ibíd., 294; Pelagio I, c. Humani generis: ibíd. 442; Concilio
de Letrán, año 649: ibíd., 503; Concilio de Toledo XVI: ibíd., 571;
Pío IV, con. Cum quorumdam hominum: ibíd.,
1880). En efecto, el nacimiento de Cristo, "lejos de disminuirla, consagró
la Integridad Virginal" de su Madre (Catecismo, 499).
Lucas el Evangelista habla de la memoria
de María, que conservaba en su corazón todo cuanto escuchaba y veía, de modo
que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de
la Fe, como dice santa Isabel: “Bienaventurada la que ha creído”
(Lc 1,45). Porque sólo creyendo consigue, no sólo que sea lo que de otro
modo jamás podría ser, sino además que sólo pueda ser tal como ella lo
cree. Cuando Dios revelA, hay que prestarLe la obediencia de la Fe,
por la que el creyente se Le confía libre y totalmente, sacrificando a la
revelación divina cualquier aspiración a entendimiento y voluntad autónomos.
Jue. 4, san Jocundiano
“Si no creéis, no comprenderéis”. Así
traducen al griego los Setenta de Alejandría estas palabras del profeta Isaías
al rey Acaz, significando que sólo mediante la Fe se alcanza un conocimiento
fidedigno. Según el texto hebreo, el Profeta le dice al Rey: “Si no creéis, no
subsistiréis”.
Como fuere, uno no es católico por lo que
hace, sino por aquello en lo que cree. Al igual que en la militancia política de izquierdas, de hacer, lo que se dice hacer, no hay nada. Lo importante es adherirse a la Fe Verdadera, saber de dónde proviene nuestra bondad, para lograr la Salvación. En este punto se sitúa el corazón de la
polémica de san Pablo con los fariseos sobre si la Salvación se alcanza
mediante la Fe o mediante las obras de la Ley. San Pablo rechaza la actitud de
quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios por sus propias buenas obras.
Éste, aunque obedezca a los mandamientos, aunque obre mucho y bien, se pone a
sí mismo en el centro, no reconoce que el origen de su bondad es Dios. Quien
obra así de orgullosamente, queriendo ser fuente de su propia bondad, bien pronto ve agotársele
la justicia, y ni siquiera logra mantenerse fiel a la Ley. Se cierra,
aislándose del Señor y de los otros; y por eso mismo su vida se vuelve vana, y
estériles sus obras como árbol lejos del agua.
En cambio, el creyente aprende a verse a
sí mismo según la Fe que profese. La figura de Cristo será el espejo en el que
descubra su propia imagen, finalmente realizada. Así como Cristo abraza en sí a
todos los creyentes, que forman su Cuerpo, el cristiano rechaza la engañifa de
su percepción autónoma para comprehenderse a sí mismo dentro del Cuerpo de
Cristo, en relación originaria con Él y con sus hermanos en la Fe.
A base de creer lo más inverosímil de la
forma más irracional posible, hasta Nos mismo vamos ya entendiendo nuestra
reciente Encíclica mediante un esforzado acto de Fe en la falsedad elevada a
Dogma de que en verdad la hemos escrito Nos. Incluso nos hemos permitido
agradecer, con toda humildad, a Peneadicto su “aporte” a nuestra
Carta (el cual consistió en escribirla enterita, de cabo a rabo, con toda soberbia).
Como toda Fe, esta creencia en nuestra
autoría de la Encíclica sólo puede ser infusa o, a veces, confusa; pero jamás
personal e intransferible, pues la pretensión de que cada cual crea por su
cuenta aquello que le dicte su conciencia es tan absurda como la de
considerarse un ente autónomo.
Modernamente se ha intentado construir una
fraternidad universal entre los hombres fundándola sobre la igualdad. Poco a
poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un
Padre común como Fundamento último, no logra subsistir. Análogamente, la Fe
tampoco puede ser una decisión individual adoptada por el creyente en su
intimidad; nunca es una relación exclusiva entre el “yo” del fiel y el “Tú”
divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al
“nosotros”, se da siempre dentro de la Comunión de la Iglesia. Así nos lo
recuerda la forma dialogada del Credo en la Liturgia bautismal, donde el
creer se expresa como respuesta a una invitación, a una Palabra que ha de ser
escuchada, que nunca procede de uno mismo. Por eso forma parte de un diálogo;
no puede ser una mera confesión nacida del individuo. Dado que la Fe es
una sola, debe confesarse en toda su pureza e integridad; y precisamente porque
todos los artículos de Fe forman una unidad, negar uno solo de ellos, aunque
pueda parecer de los menos importantes, produce daño a la Totalidad. Por
eso también la transmisión de la Fe se realiza en primer lugar mediante el
Bautismo. El primer sacramento nos recuerda que la Fe no es obra de un
individuo aislado, un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus
fuerzas. Tiene que recibirla entrando en la Comunión eclesial que transmite el
don de Dios. Nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta.
Del mismo modo, un niño no es capaz de realizar un acto libre para recibir la
Fe, no puede confesarla todavía personalmente. Por eso la confiesan sus padres
y padrinos en su nombre. La Fe se vive dentro de la Comunidad de la Iglesia, se
inscribe en un “nosotros” comunitario. Así, el niño es sostenido por otros, sus
padres y padrinos, y acogido en la Fe de ellos, que es la de la Iglesia,
simbolizada en el cirio que el sacerdote prende durante la Liturgia
bautismal.
Otros dos elementos son esenciales en la
transmisión fiel de la memoria de la Iglesia: en primer lugar, la oración del
Señor, el Padrenuestro, porque en ella el cristiano aprende a compartir la
misma experiencia espiritual de Cristo, comienza a ver con los ojos de Cristo.
No reza porque cree; cree porque reza.
Jue. 11, santa Pelagia
Toda Revolución indigna de ese nombre,
como la nuestra, debe ir acompañada de reformas legislativas; es decir, ser más
reformista que revolucionaria. Así lo ha dispuesto el verdadero Pontífice
Peneadicto-16; y Nos, que en los cuatro meses que llevamos figurando como modesto Papa
sin ordinal hemos protagonizado elocuentes gestos para demostrar nuestra
intención de reformar la Santa Sede, no podíamos dejar de marcar nuestra
impronta en el ordenamiento jurídico de nuestra parroquia, ese Estado de
bolsillo. Así pues, hemos endurecido el Código Penal vaticano para castigar la
corrupción y la pederastia y (lo que ha pasado más desapercibido) la revelación
de información reservada, ésta con ocho años de cárcel (art. 116 bis).
Vie. 26, santa Exuperia
“¡Qué feo es ver a un obispo triste, que
feo!”, les soltamos textualmente anoche a unos pocos p(r)elados para que nos
oyesen, no ellos, sino el millón largo de jóvenes entregadísimos a Nos que
abarrotaban la playa de Copacabana. Al hacernos llamar obispo de Roma,
rehuyendo por indicación de Peneadicto el mucho más pomposo título de Papa que
a Él y sólo Él sigue correspondiéndole, nos sacudimos esa imagen tan dañina de
una Iglesia amargada, avinagrada. La tristeza es el pecado moderno por
antonomasia, el más severamente condenado por nuestra sociedad. Por eso la
recuperación de nuestra credibilidad ante ella depende mucho más de esta
limpieza de imagen que de cualquier reforma efectiva, en cualquier caso
incomprensible para nuestros fieles, que necesitan como el aire la Luz de la
Fe. Si quisieran comprender, se harían físicos nucleares o ajedrecistas de club
con reloj y todo.
Desde que llegamos a Brasil no hemos
dejado de repetir que ser o sentirse católico significa lo mismo que estar
alegre o ser positivo. Mientras lo decimos, a veces miramos de reojo a algún
obispo que seguiría siendo feo aunque dejase momentáneamente de estar triste. Y
es que, si no fuera por tanto cenizo, tanto tío vinagre y tantos siglos
ofreciendo una imagen de marca catastrófica, como ésa de llamarle al mundo real
“valle de lágrimas”, la grey aceptaría como evidente que no hay diferencia
alguna entre catolicismo y pensamiento positivo (que gracias a la oración se
traduce en energía positiva). La Fe, con su Luz, literalmente mueve montañas.
Pero un valle de lágrimas ¿a qué adeptos puede atraer sino a los masoquistas
que merezcan la pena de suspirar, gimiendo y llorando, en él?
Estos días estamos lavando muchos pies,
puede que demasiados, aunque no tantos como nos gustaría. Durante nuestro
sermón de anoche en la playa de Copacabana no dejamos ni un momento de olerlos,
por centenares de miles, hasta embriagarnos de su perfume. Y en nuestros
encuentros íntimos con presas y tóxicómanas discretamente elegidas por la
perfección sublime de sus pies aprovechamos la ocasión de lavar y secar varios
pares de ellos cuyo recuerdo nos aliviará los oscuros lutos del invierno
vaticano y esos horrendos calcetines de felpa que suelen llevar las monjas
viejas.
Hablando de viejas, dicen que a la clausura de estas Jornadas Mundiales de la Juventud que escenificamos como una superestrella del rock en versión humilde asistirán varios jefes de Estado, incluida sin falta Kretina Kirchner, que inexplicablemente lo es y últimamente no desperdicia ocasión de pegársenos a chupar cámara cual cacatúa de geriátrico con doble prolapso. Eso cuando no está chupándonos las medias con una delectación amorosa que en una putavieja tan estragada resulta a todas luces grotesca. Algún asesor ha debido de explicarle nuestro inmenso potencial propagandístico. Venerado aquí en Brasil como en todas partes, somos el envoltorio más atractivo de rellenos de quita y pon, carga hueca y son emotivo a oídos sentimentales; por ejemplo: “Nunca se desanimen, no dejen que la esperanza se apague”. No será ningún hallazgo y ni siquiera recordamos haberlo dicho, cuándo, a quiénes ni por qué. Es igual, seguro que venía al caso: como buena frase nuestra, tiene la virtud de ser polivalente en su futilidad. O baladí en su ambigüedad. Por algo a la sanguijuela menopáusica le faltó tiempo para apropiarse tan insulsa sandez, amén de prostituir nuestra pontifical imagen para su campaña electoral: aprovechando una fracción de segundo en que descuidamos nuestro perfil derecho, su gabinete de imagen nos fotografió en una que podría malinterpretarse como amistosa para con la putavieja y su parlaembalde alcalde Insaurralde.
Qué más da. Eslóganes así, a granel, los
improvisamos con la misma facilidad con la que orinamos al levantarnos por las
mañanas, así que nada nos importa cedérselos gratis como tampoco le negaríamos
el vapor de nuestra primera meada del día. Dios es amor. Ahora bien, si cree
que vamos a lavarle los pies, va lista. Verás, Kretina: no soportamos a las
putas viejas sin tobillos; nos rerrepugnan. Pero no sos vos, ¿eh? Somos
Nos.
“La Fe es revolucionaria; el cristianismo
es revolucionario”, predicamos a nuestra joven e impresionable legión, echando
mano de nuestro arsenal de vacuidades tan pegadizas como poco comprometedoras,
intercambiables. La revolución ¿será revolucionaria? Same difference: “¡Fran-cis-co, Fran-cis-co!”, es la previsible respuesta a voz
en grito de nuestra entusiasmada grey, digamos lo que digamos. Viniendo de Nos, cualquier cosa que se
nos ocurra identificar con el cristianismo va a parecerles bien; mejor, de
hecho, cuanto más peregrina sea y más alejada esté de lo que verdaderamente
pueda ser el cristianismo. No es de extrañar que la sensación de poder e
impunidad resulte abrumadora aun para alguien tan humilde como Nos, con más motivos
de humildad que verdadero poder. Lo importante es mostrarse emotivo, es decir,
humano. En el mundo de hoy ello equivale a gozar de impunidad para las peores
infamias, o como mínimo a ser considerado universalmente Bueno con
independencia de los actos cometidos. ¿Qué más osaría pedir para sí este dechado de
humildad?
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