Me contaba hoy un amigo nuevo que una vez, combatiendo en un conflicto neocolonial como peón de la Guerra Fría, se vio literalmente hundido hasta el cuello en mierda ...y eso era lo menos malo. Se había escondido en un estercolero para despistar a los perros del enemigo, que lo andaba buscando con intención de ni molestarse en apresarlo. Con tan poco envidiable perspectiva, mirando pasar una y otra vez patrullas enemigas a escasos metros de su posición, en la más pavorosa de las soledades, mi amigo se dijo: "Si salgo de ésta, todo lo demás me chupa un huevo"; y cumplió su promesa, lo que no significa que ahora le dé todo igual, sino más bien que aquel día estableció un orden de hierro en su personal jerarquía de qué merece la pena y qué no.
A mí mismo me llegó otra vez una advertencia parecida, en forma más amable y tal vez por eso menos efectiva; específicamente forma de maceta derribada por el viento hacia la calle desde la terraza de un quinto piso: su impacto objetivo, inapelable, a escasos centímetros de mi posición, en el paso de cebra de la calle Gallo a la altura de Córdoba, me hizo recordar con claridad cegadora hasta qué punto no es una frase hecha eso de que podemos morir en cualquier momento, inopinada, absurdamente, sin previo aviso, orden ni sentido. De la manera más inútil, arbitraria, gratuita. Y no habrá gloria en nuestro sacrificio, porque ni sacrificio será.
Se sacrifican los mártires, como bien sabe mi nuevo amigo, que reconoce sin equívoco la victimista mirada del mártir y huye de ella como de la Dictadura, porque el martirio da mucho miedo justificado. Es la peor muerte, una cargada de razones, sierva de una Causa superior que la legitima. A la inversa, ese sacrificio escupido con nula elegancia a la cara de la mayoría afortunadamente incapaz de gestos presuntamente tan nobles es lo que convierte a una Causa en buena y justa, al punto de volverla efecto: "si antes pudiera ser que no tuviésemos razón, ahora sí que no hay duda de que la tenemos, como demuestra más allá de toda duda la sangre del mártir", vean, miren, admiren: sus mutilaciones, su ab-negatio, sus sesos esparcidos sobre la fachada de la vieja biblioteca pública de Mondragón.
(Los etarras pertenecen a un género martirológico especialmente repugnante: el de "si te mato, la culpa es tuya". ¿Ves lo que me obligas a hacer? ¿Es que no tienes corazón? Etc.)
En cambio un camicace que se precie obedecerá invariablemente a su personal código del honor, propio de un aristócrata. Aun cuando él crea con toda sinceridad estar sacrificándose por su Emperador, su principal impulso será el amor propio, lo que en mi opinión vuelve su muerte mucho más estética, incluso artística de puro subjetiva.
En su caso, paradójicamente, la gloria del sacrifico consiste en que no se trata propiamente de un sacrificio. En el fondo el camicace no muere en otras aras que las de su propio orgullo. Su sufrimiento no le reza a ningún Dios, sino que por el contrario le sitúa a él por encima de Dios, como decía Simone Weil. Más que someterse al Orden superior que le gobierna, impone caprichosamente el suyo particular, cierta suerte de caballerosidad, a lo que juzga caos ingobernable.
Asusta mucho, sí, comprobar sin ningún género de dudas que algunos eligen y hasta anhelan ser mártires, prefieren ser abatidos intentando saltarse el Muro de Berlín (opción heroica-sacrificial) a cruzar de hecho al otro lado por el procedimiento de excavar pacientemente un túnel durante años (solución pragmática que permite asistir al final de la película en fila 8 y hasta con cerveza y palomitas).
Pero más aún asusta el camicace, por la gélida determinación, sin énfasis ni aspavientos, que le dicta su Código. Este no se inmola para cambiar la realidad, sino que es su más imperturbable servidor. Un mártir es útil a la Revolución e igualmente útil a la Contrarrevolución, se presta gustoso a ser manipulado; el camicace se limita a cumplir con su deber: la opción más digna cuando ya no quede nada por hacer (ni un minuto antes). El primero es fanático; y también el segundo, pero su fanatismo es del género pragmático.
La estética del camicace se aprecia ejemplarmente en los pocos artistas cuyo malditismo es auténtico, sin pose ni artificio: una vocación abnegada que empieza por negar al yo para someterse incondicionalmente al gran Arte con la entrega absoluta que exige el Amor desinteresado: la consecuente coherencia, a prueba de todo, de un Van Gogh o un Óscar Domínguez; la ciega fidelidad al ideal estético de un Artaud o un Leopoldo Mª Panero, cuya lucidez extrema desemboca fatal en la locura; la estoica impavidez de un José Tomás que, viendo con claridad al toro venir a embestirle, no se desplaza un milímetro de su posición, en la certeza de que un torero jamás cede sus terrenos a la bestia: antes bien, le dicta cuáles son los suyos, por dónde debe pasar. Y que de vez en cuando el toro te quite de en medio no refuta esa verdad, la corrobora.
También don Quijote es un camicace, y nunca más suicida que cuando recobra la cordura perdida por la fidelidad a una imagen irrenunciable de sí mismo. Hacia el final de la Segunda Parte (cap. LXIV), el bachiller Carrasco, uno de los terapeutas que pugnan por devolverlo al redil de la Realidad, idea la estratagema de retarlo a duelo, so disfraz de Caballero de la Verde Luna y condición de que, si Quijano cae derrotado, entrará en razón, o sea que se curará; o lo que es lo mismo: se rendirá, se apeará del rocín, domesticará a su desbocado yo, enemigo de cualquier felicidad; apagará su noble orgullo, su dignidad humana, como al más devastador de los incendios, abjurará del código que guía los hechos que importan de su vida, traicionará a su ideal más sagrado, es decir a Dulcinea.
Tamaño sacrificio es demasiado pedir de todo camicace digno de tal nombre, porque como decíamos el camicace casi nunca se sacrifica ni menos se justifica: pone ante todo su suprema voluntad de no rendir cuentas a nadie ni a nada. Por eso, cuando a la primera lanzada Carrasco descabalgó a Quijano y le puso la lanza sobre la visera diciendo:
»--Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Éste, yaciendo inerme e indefenso sobre la pútrida arena de la Barceloneta, "molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
--Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra".
No es imprescindible ser muy inteligente para darse cuenta de que don Quijote no puede responder otra cosa; y no por haber estado loco, sino porque los excesos de su locura le han otorgado la lucidez de saber que, en su desesperación, a un derrotado sólo le queda el honor de una muerte de camicace que no se sacrifica sino por sí mismo.
En el extremo opuesto al quijotismo, que no se sacrifica por nada, porque su honor le veta la inmolación de su yo, Cristo, Nuestro Salvador, es el Supremo Mártir. Pero, careciendo de madera de suicida, en el huerto de los Olivos se siente camicace, duda, nota intuitivamente que algo no anda bien, se da cuenta de que para ese cáliz no da la talla. Demasiado amargo. Al Redentor le falta el aristocrático orgullo del camicace, más que a nadie a Él, que ha convertido la humildad en valor supremo del cristianismo, llegando a lavar los pies a sus subordinados, indignidad entre lo friki y lo porno-chic en la que jamás incurriría un camicace, por no hablar de lo de poner la otra mejilla o perdonar 490 veces, que ya es como para perder hasta la cuenta.
Conclusión. Vaya usted por ahí enjabonando los pinreles a sus mandados y ya me contará lo que le duran el mando y el respeto. Esa misma noche, mientras el Maestro literalmente suda sangre, sus no tan fieles discípulos, los apóstoles en quienes por fuerza no tendrá más remedio que delegar, sucumben al sueño y caen todos sin excepción en brazos del pagano Morfeo. No sólo por el pequeño detalle que a ellos no los van a crucificar, que también, sino sobre todo porque tanto el canon del mártir como el del camicace dictan de forma determinante que ambos trágicos héroes deben enfrentarse en perfecta soledad al destino elegido. Y en un trance así cuenta más que nada saber qué cosas, y cuáles no, de verdad importan.