Lo primero que hay que hacer con el caracol es engañarlo, porque un caracol no engañado, al primer contacto con el agua hirviendo, se retraerá a lo más profundo de su concha, dificultando su necesaria extracción. El no menos necesario engaño se realiza sometiéndolo a una cocción muy lenta, que empieza con agua fría (y sal). De este modo el gasterópodo, al notar la lenta pero inexorable subida del calor, saca el cuerpo de su concha; y así, con sus carnes gentilmente servidas al comensal por el cadáver exquisito, lo sorprende la muerte, como nos sorprende a casi todos, porque todos somos novatos al morirnos.
No hace falta decir que la tapa del perol donde así se engañan los caracoles deberá estar puesta ...o tal vez sí haga falta. Una vez lo omití al explicar este arte del engaño a una cocinera del pueblo neoyorquino de Liberty, quien después de haberlo puesto en mejorable práctica me llamó por teléfono para reprocharme amargamente que hubiera olvidado el detallito. Conmovida por el cruel sino de los caracoles y para no asistir a él, esta cocinera, que además era mi jefa, había abandonado la cocina dejándolos en la olla sobre el fuego; y éstos hicieron lo que habríamos hecho usted y yo: salir de allí a toda la velocidad que les permitían sus pies-estómagos. Cuando la pobre mujer calculó que ya estarían con la mayoría, es decir muertos, regresó a la cocina, para encontrárselos por todas partes de ésta --incluidas algunas de difícil acceso como el techo-- y aun fuera de ella. Semanas después del incidente, que se saldó con el indulto colectivo de los bichos, todavía encontró unos cuantos detrás del frigorífico.
Mis relaciones con los caracoles siempre se han caracterizado por cierta unilateralidad: ellos están ahí y yo me los como. La culpa es suya por estar tan cojonudos. Yo desde luego los engaño, pero con la tapa puesta por si algún recalcitrante no se aviene a dejarse engañar y, no contento con eso, tiene además la impertinencia de guiar a los demás a la Libertad invertebrada, como un vulgar cacerolero indinao.
Esta obligatoriedad de la tapa también rige para la cesta en la que se recogen (¿cazan?) los mejores caracoles, que son los silvestres, teniendo especial fama los de Chernobyl, por sus amenas mutaciones; y es que ser caracol no necesariamente equivale a ser tonto: recoja usted caracoles al húmedo de tras una tormenta de verano y guárdelos en una cesta descubierta; ya me contará cuántos de ellos no escapan de su encierro trepándole insolentes por la espalda o bajándole por su pantalón de cazacaracoles. Alguno hasta se lanzará al vacío con insospechada agilidad desde el borde de la cesta; pues que el caracol es animal lento de movimientos pero ágil de reflejos. Lo sabe cualquier inocente niño que le haya percutido inocente e interminablemente con el dedo en el ojo, como parte de su aprendizaje para la vida en humana sociedad.
Los mejores caracoles silvestres que he intrépidamente cazado estaban tan felices en un bosque holandés, provocándome de la manera más imprudente. Tras milenios sin que nadie les molestara aparecí yo, experto depredador provisto de una bolsa de plástico con capacidad para unos tres kilos que llené en cosa de cuarenta minutos. Ni se enteraron (según declararon a la prensa progre los caracoles testigos supervivientes, "todo ocurrió muy rápido"). Además de ser muy abundantes, tenían un tamaño tan respetable que a muchos de ellos podía reconocérseles por la cara. "Epa, Fulano", y tal. No pocos trepaban por la húmeda corteza de los árboles, hasta la altura de mi mano, para facilitar su captura. Holanda siempre fue un país muy avanzado.
Mi caza furtiva pero tolerada de caracoles, European Tour 1993-2000, me causó en una ocasión problemas con la Policía inglesa, con las agravantes de nocturnidad y alevosía. Provisto de una linterna recogía yo a mis víctimas, que haciendo gala de un pésimo timing se habían encaramado a la tapia de un jardín de la calle Lancaster de Farnham (Surrey). Serían las 11 de la noche cuando un vecino juzgó mi comportamiento sospechoso y avisó a la bobfia, que no podía creer lo que vio mientras yo alumbraba con mi linterna el interior de la bolsa: con imperturbable flema británica, mis moluscos prisioneros iban ascendiendo con la vana intención de huir de ella, dejando por el camino un rastro tan mucoso que convenció a la bobfia de que mi locura era benigna, prácticamente inofensiva. Por si les quedaban dudas, hice una alusión a shakesperianas tempestades de verano que habría convencido al más escéptico miembro del Surrey Constabulary.
Informado de mi estrafalaria pero anodina conducta, propia de un extranjero subdesarrollado además de sucio, algo estúpido, un poco de mal gusto y un mucho cutre not to mention quite peculiar, barbaric and cruel, el mismo vecino que me había denunciado me indicó, a la luz del día siguiente, dónde le pareció ver muchos lindos gasteropoditos: en un rincón de su propio jardín donde él solía derramar la cerveza pasada que le sobraba al fondo del tonel. Me dijo que prefería que yo me ocupara de ellos, devorándolos según la receta de mis riojanas abuelas, a perseverar en su vieja costumbre de pisarlos con sus botas de entretiempo. Ese día aprendí que a los caracoles el olor a cerveza les atrae de forma irresistible. A mí me pasa lo mismo.
Informado de mi estrafalaria pero anodina conducta, propia de un extranjero subdesarrollado además de sucio, algo estúpido, un poco de mal gusto y un mucho cutre not to mention quite peculiar, barbaric and cruel, el mismo vecino que me había denunciado me indicó, a la luz del día siguiente, dónde le pareció ver muchos lindos gasteropoditos: en un rincón de su propio jardín donde él solía derramar la cerveza pasada que le sobraba al fondo del tonel. Me dijo que prefería que yo me ocupara de ellos, devorándolos según la receta de mis riojanas abuelas, a perseverar en su vieja costumbre de pisarlos con sus botas de entretiempo. Ese día aprendí que a los caracoles el olor a cerveza les atrae de forma irresistible. A mí me pasa lo mismo.
Parece ser que la baba de caracol es buena para regenerar la piel, o eso dicen los publicistas que te la venden al grotesco precio de 70 euracos el tarro (más gastos de envío). Yo recomiendo a las señoras (a quienes a juzgar por la publicidad está destinado el producto en cuestión) que se ahorren dinero y molestias adoptando media docena de gasteropoditos y se coloquen sendas hojas de coliflor en las mejillas y/o en la almejilla para que en las largas noches de invierno les paseen por la cara a voluntad, defecándoles también a voluntad en el lunar del pómulo durante el paseo. No será chic, pero seguro que hay hasta quien lo encuentra vagamente humanitario.
La receta. Aprendí a cocinar caracoles mirando cómo los hacían mis abuelas, que jamás compraron ninguno, vivo ni embotado. Éste era su modus operandi, con un añadido alavés que aprendí de san Prudencio. Para 5 personas sin remilgos.
1 kg de caracoles vivos y famélicos
150 g de jamón cortado en tacos
Otro tanto de chorizo en dados
250 g de champiñones u otra seta comestible
10 g de psilocybe semilanceata u otra seta tóxica.
Una cebolla grande
Una cebolla grande
Media cabeza de ajos
Medio kilo de tomates
Tres guindillas o alegrías bien picantes
Aceite, sal y pimentón dulce
(Los caracoles deberán dejarse sin comida ni agua un mínimo de ocho días, en un lugar fresco y ventilado. Lo mejor: una criba vuelta del revés en el alto. Hay quien los purga en harina, aunque esto tiene el inconveniente de que se nota para mal en el sabor. Purgados o no, es preciso lavarlos varias veces en agua templada con sal y vinagre. Un método mejor, que aprendí en Santander, es remojarlos en el mar, dentro de una red --por ejemplo amarrándolos a una roca donde golpeen las olas--; pero en La Rioja es difícil de aplicar.)
Edible Animals III
Edible Animals V
¿Qué tal echar un chorrito traidor de cerveza al primer agua?
ReplyDeleteO emborracharlos con Fernet Branca
ReplyDeleteEn cierta ocasión participé en un concurso de recortadores de caracoles. Relajante, pero es necesaria mucha técnica para mantener una finta a esa velocidad.
ReplyDeleteAdemás estos caracoles bravos la mayoría son astifinos. Debe de ser el pienso.
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El principio del segundo milenio se recordará como una época en la que la gente pagaba setenta y cinco euros más gastos de envío por un bote de baba de caracol
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