Yaser Adbelbaki
(Yemen)
—No, madre, no puedo matar. El
tiempo de la venganza ha pasado.
Pero la voz quebrada de mi
madre y sus ojos tristes me penetraban diciendo:
—Venga a tu padre, ¡véngalo! —y
añadía:— He esperado a que fueras mayor.
—¡Ya basta, madre! —la interrumpí,
gritando— ¿Quieres que me maten, como a mi padre?
—Tu padre murió por esta tierra
y por ti —dijo con una voz profunda.
—Ya tenemos nuestra tierra; y
el asesino de mi padre está en la cárcel.
—¡Salió hoy y pisó nuestra
tierra con sus sucios pies, desafiándonos!
—¡Que la pise mil veces! La
tierra es de Dios antes que nuestra.
—Dios nos la concedió para
velar por ella y conservarla. Es una prenda a nuestro cargo hasta el Día del
Juicio —dijo con tranquilidad, y se fue.
La noticia de que el asesino de
mi padre había salido de la cárcel se difundió como un relámpago por el pueblo,
donde reinaba un silencio espantoso. Todos esperaban la bala que acabara con el
recién excarcelado. Algunos ancianos del pueblo vinieron a recordarnos la venganza.
—Sólo esperamos la ocasión —les
dijo mi madre con aplomo.
—Hijo, venga a tu padre —me dijo
uno de ellos.
—Y ¿de qué serviría?, ¡si a su
vez me matarán sus hijos! —les grité al echarlos.
Por la tarde me senté a
observar a mi madre, que amasaba harina con sus duras manos y aquellos ojos
rencorosos que llevaban veinte años sin conciliar el sueño. Levanté la cabeza y
me lanzó una mirada llena de reproche y reprensión. Para evitarla, volví la mía
a la pared.
Pero la imagen de mi madre no
dejaba de perseguirme. Mientras intentaba dormir escondiendo la cabeza bajo la
almohada, la oí decir:
—Te he hecho caso: te dejé
terminar los estudios e ingresar en la universidad; y pedí la mano de la chica
que querías.
—Y ahora quieres tirarlo todo
por tierra —la interrumpí.
No dormí aquella noche, pues la
voz de mi madre seguía resonando en mis oídos.
—¡Basta, madre! ¡Basta! —grité.
Ella vino corriendo.
—¿Qué te pasa? Estás temblando.
—Tengo miedo, madre.
La vi sonreír en la oscuridad.
—¿Miedo? ¿Miedo de él? Pues ve
y mátalo, y así dejarás de tenérselo.
—Tengo miedo de ti —me apresuré
a decir.
Irritada, se volvió a su
habitación. Sentí ganas de llorar. Había cometido una locura con mi madre, y
sabía que no me la perdonaría fácilmente. Salté de la cama y fui a la suya.
Estaba sentada como esperándome.
—Madre, lo siento: no era mi
intención hacerte daño. Lo que quise decir era que tenía miedo por ti.
—Pues ve y mátalo —me interrumpió,
tendiéndome la escopeta—, si quieres complacerme.
El brillo de sus ojos me daba
miedo. Cogí la escopeta y salió corriendo a casa del asesino de mi padre. Sentí
que el corazón se me salía del pecho. Llegué en un momento y lo vi sentado en
el tejado entre sus hijos, felices por su liberación. Para interrumpir esa
felicidad, le apunté gritando:
—¡Esto es para ti, asesino!
Y disparé en medio de aquellas
caras asustadas y asombradas. Volví a casa tras escuchar un gemido y un cuerpo
que caía. Estaba seguro de que, si la bala no lo había matado, lo mataría la
caída del tejado. Mi madre me recibió en la puerta como a un recién casado,
cubriéndome de besos interminable. Por primera vez la oí decirme, con su voz
más dulce:
—Héroe, mi héroe. Ahora sí que
puedo andar por el pueblo con la cabeza bien alta.
Apoyando la mía sobre su pecho,
me eché a llorar.
—¿Qué importancia tenía esto,
madre? También ellos vengarán a su padre.
—No, no lo harán. Todo el mundo
sabe que fue él quien mató a tu padre. Juré ante todos que me vengaría, así
pasaran cincuenta años —dijo en su tono acostumbrado
Pasada media hora oímos unos
gritos. Mi madre se asomó a la ventana.
—Son los vecinos —dijo sonriendo—,
que vienen a felicitarnos… —pero de repente le cambió la cara y gritó:— ¡No!
¡No! ¡Es un diablo! ¡Un verdadero diablo!
Unos hombres venían hacia
nosotros llevando escopetas al hombro y antorchas para alumbrar el camino. Uno
andaba por delante con un cadáver en brazos. Se me heló la sangre al
reconocerlo: no era otro que el asesino de mi padre. Mi madre me sacudió
violentamente gritando:
—¡Le has matado al hijo mayor! —y
mirándolos añadió—: Es la familia del muerto, que vienen para… para… —no
terminó la frase.
Posando en el suelo el cadáver de
su hijo, él cogió su escopeta y gritó:
—Sal con tu arma para que muera
uno de los dos y se acabe esta venganza.
Mi madre se apresuró a
acercarme el arma diciendo:
—Si fallaste el primer tiro,
acertarás el segundo.
—¡Basta, madre! —grité, furioso—.
Me matará. ¿Eso quieres?
—¡No! —gritó ella— ¡Quiero que
lo mates tú! Si no lo haces ahora, te mataré él en otra ocasión.
Los miré. Todos iban armados,
esperando a que saliera para acribillarme a balazos, mientras mi madre seguía
insistiendo:
—Sal y mátalo.
—Si salgo desarmado, no me
matará.
—Mataste a su hijo cuando
estaba desarmado.
—Aparta, madre —dije con
desprecio—. Sólo la venganza te corre por la sangre.
Apretando los labios cogió la
escopeta y dijo:
—Quédate aquí y verás cómo la
venganza corre por la sangre de todos.
Salió cerrando la puerta tras
de sí. Segundos después oí varios tiros y grité:
—¡Madre! ¡Madre!
Al abrir la puerta, sentí derrumbárseme
en el pecho el cuerpo de mi madre y, por primera vez, una hermosa sonrisa en su
rostro de tristeza.
—Así es la vida —dijo; y cerró
los ojos lentamente para siempre.
Suavemente la deposité en el
suelo y rompí a llorar con amargura, sintiéndome culpable de su muerte.
El que había matado a mis
padres se acercó a mí y me tendió la escopeta.
—Ahora te toca a ti acabar con
esta maldita venganza para que estemos en paz —dijo como rogándome que lo
matase.
Había más hombres que antorchas,
que empezaban a extinguirse. Se colgaron las escopetas al hombro. Le puse el
cañón del arma en la cabeza con un irresistible deseo de matarlo. Sabía que si
lo hacía en aquel momento, nadie se atrevería a matarme.
El hombre cerró los
ojos. Se apagaban las antorchas. Una nube negra cubrió la luna y desaparecimos
de los ojos del mundo en la oscuridad de la noche.