El Mundo Today

2014/04/29

La venganza

Yaser Adbelbaki
(Yemen)

Tapándome los oídos, me decía a mí mismo:
—No, madre, no puedo matar. El tiempo de la venganza ha pasado.
Pero la voz quebrada de mi madre y sus ojos tristes me penetraban diciendo:
—Venga a tu padre, ¡véngalo! —y añadía:— He esperado a que fueras mayor.
—¡Ya basta, madre! —la interrumpí, gritando— ¿Quieres que me maten, como a mi padre?
—Tu padre murió por esta tierra y por ti —dijo con una voz profunda.
—Ya tenemos nuestra tierra; y el asesino de mi padre está en la cárcel.
—¡Salió hoy y pisó nuestra tierra con sus sucios pies, desafiándonos!
—¡Que la pise mil veces! La tierra es de Dios antes que nuestra.
—Dios nos la concedió para velar por ella y conservarla. Es una prenda a nuestro cargo hasta el Día del Juicio —dijo con tranquilidad, y se fue.
La noticia de que el asesino de mi padre había salido de la cárcel se difundió como un relámpago por el pueblo, donde reinaba un silencio espantoso. Todos esperaban la bala que acabara con el recién excarcelado. Algunos ancianos del pueblo vinieron a recordarnos la venganza.
—Sólo esperamos la ocasión —les dijo mi madre con aplomo.
—Hijo, venga a tu padre —me dijo uno de ellos.
—Y ¿de qué serviría?, ¡si a su vez me matarán sus hijos! —les grité al echarlos.
Por la tarde me senté a observar a mi madre, que amasaba harina con sus duras manos y aquellos ojos rencorosos que llevaban veinte años sin conciliar el sueño. Levanté la cabeza y me lanzó una mirada llena de reproche y reprensión. Para evitarla, volví la mía a la pared.
Pero la imagen de mi madre no dejaba de perseguirme. Mientras intentaba dormir escondiendo la cabeza bajo la almohada, la oí decir:
—Te he hecho caso: te dejé terminar los estudios e ingresar en la universidad; y pedí la mano de la chica que querías.
—Y ahora quieres tirarlo todo por tierra —la interrumpí.
No dormí aquella noche, pues la voz de mi madre seguía resonando en mis oídos.
—¡Basta, madre! ¡Basta! —grité.
Ella vino corriendo.
—¿Qué te pasa? Estás temblando.
—Tengo miedo, madre.
La vi sonreír en la oscuridad.
—¿Miedo? ¿Miedo de él? Pues ve y mátalo, y así dejarás de tenérselo.
—Tengo miedo de ti —me apresuré a decir.
Irritada, se volvió a su habitación. Sentí ganas de llorar. Había cometido una locura con mi madre, y sabía que no me la perdonaría fácilmente. Salté de la cama y fui a la suya. Estaba sentada como esperándome.
—Madre, lo siento: no era mi intención hacerte daño. Lo que quise decir era que tenía miedo por ti.
—Pues ve y mátalo —me interrumpió, tendiéndome la escopeta—, si quieres complacerme.
El brillo de sus ojos me daba miedo. Cogí la escopeta y salió corriendo a casa del asesino de mi padre. Sentí que el corazón se me salía del pecho. Llegué en un momento y lo vi sentado en el tejado entre sus hijos, felices por su liberación. Para interrumpir esa felicidad, le apunté gritando:
—¡Esto es para ti, asesino!
Y disparé en medio de aquellas caras asustadas y asombradas. Volví a casa tras escuchar un gemido y un cuerpo que caía. Estaba seguro de que, si la bala no lo había matado, lo mataría la caída del tejado. Mi madre me recibió en la puerta como a un recién casado, cubriéndome de besos interminable. Por primera vez la oí decirme, con su voz más dulce:
—Héroe, mi héroe. Ahora sí que puedo andar por el pueblo con la cabeza bien alta.
Apoyando la mía sobre su pecho, me eché a llorar.
—¿Qué importancia tenía esto, madre? También ellos vengarán a su padre.
—No, no lo harán. Todo el mundo sabe que fue él quien mató a tu padre. Juré ante todos que me vengaría, así pasaran cincuenta años —dijo en su tono acostumbrado
Pasada media hora oímos unos gritos. Mi madre se asomó a la ventana.
—Son los vecinos —dijo sonriendo—, que vienen a felicitarnos… —pero de repente le cambió la cara y gritó:— ¡No! ¡No! ¡Es un diablo! ¡Un verdadero diablo!
Unos hombres venían hacia nosotros llevando escopetas al hombro y antorchas para alumbrar el camino. Uno andaba por delante con un cadáver en brazos. Se me heló la sangre al reconocerlo: no era otro que el asesino de mi padre. Mi madre me sacudió violentamente gritando:
—¡Le has matado al hijo mayor! —y mirándolos añadió—: Es la familia del muerto, que vienen para… para… —no terminó la frase.
Posando en el suelo el cadáver de su hijo, él cogió su escopeta y gritó:
—Sal con tu arma para que muera uno de los dos y se acabe esta venganza.
Mi madre se apresuró a acercarme el arma diciendo:
—Si fallaste el primer tiro, acertarás el segundo.
—¡Basta, madre! —grité, furioso—. Me matará. ¿Eso quieres?
—¡No! —gritó ella— ¡Quiero que lo mates tú! Si no lo haces ahora, te mataré él en otra ocasión.
Los miré. Todos iban armados, esperando a que saliera para acribillarme a balazos, mientras mi madre seguía insistiendo:
—Sal y mátalo.
—Si salgo desarmado, no me matará.
—Mataste a su hijo cuando estaba desarmado.
—Aparta, madre —dije con desprecio—. Sólo la venganza te corre por la sangre.
Apretando los labios cogió la escopeta y dijo:
—Quédate aquí y verás cómo la venganza corre por la sangre de todos.
Salió cerrando la puerta tras de sí. Segundos después oí varios tiros y grité:
—¡Madre! ¡Madre!
Al abrir la puerta, sentí derrumbárseme en el pecho el cuerpo de mi madre y, por primera vez, una hermosa sonrisa en su rostro de tristeza.
—Así es la vida —dijo; y cerró los ojos lentamente para siempre.
Suavemente la deposité en el suelo y rompí a llorar con amargura, sintiéndome culpable de su muerte.
El que había matado a mis padres se acercó a mí y me tendió la escopeta.
—Ahora te toca a ti acabar con esta maldita venganza para que estemos en paz —dijo como rogándome que lo matase.
Había más hombres que antorchas, que empezaban a extinguirse. Se colgaron las escopetas al hombro. Le puse el cañón del arma en la cabeza con un irresistible deseo de matarlo. Sabía que si lo hacía en aquel momento, nadie se atrevería a matarme.
El hombre cerró los ojos. Se apagaban las antorchas. Una nube negra cubrió la luna y desaparecimos de los ojos del mundo en la oscuridad de la noche.

2014/04/23

La primera ocasión… es la última

Ualid al Rayib
(Kuwait)


Anteayer.
Movía la escoba como un péndulo, quieto en su sitio, mientras su oído recogía parte del diálogo de los que salían de la sala de proyecciones.
–¿La has visto?
–Sí. ¡Qué emocionante!
–¡Completamente desnuda!
Prestaba mucha atención al diálogo.
–¿Has visto cómo la abrazó? A punto estuvo de…
Aguzó el oído intentando escuchar más, pero las voces de los espectadores se perdían cuando se acercaban al final de la escalera. Oía otras voces, pero no logró distinguir de quién procedían entre la masa de gente que salía del cine.
–¡Qué cuerpo! Y ¡ay, qué labios!
–Eso sí que es una cama.
Otra voz:
–¿Tienes tabaco?

Ayer.
Cuando el público empezaba a salir, dejó de trabajar. Miraba a los que salían para conocer sus impresiones intentando oír sus comentarios.
–¡Cuando estuvieron en la cama…!
–¡Menudos muslos tiene!
Puso toda su atención en captar el resto del diálogo, pero las palabras se confundían con los murmullos y el chasquido de los encendedores, además de alguna que otra tos.

Hoy.
Recoge un papel arrojado al suelo y se dice a sí mismo:
–Hace años que limpio las salas de este cine y todavía no he visto ni una película.
Ante él pasan dos chicas con pantalones muy apretados sobre las nalgas, mientras el recuerda asombrado:
“¡Desnuda?”
Sus manos siguen el movimiento de la escoba mientras sus ojos siguen el movimiento de aquellas nalgas.
“Jamás en mi vida he visto una mujer completamente desnuda”.
Sus manos agitan nerviosas el palo de la escoba.
–Cada noche la veo en mi imaginación…
Deja de barrer un instante.
–…hasta agotar mis energías.
Mira para los anuncios y carteles.
“¡Desnuda?”
Su mano traza un mismo círculo con la bayeta sobre el cristal, abarcando sólo una pequeña parte.
“¡Ay, si pudiera verla!”
Sigue limpiando una y mil veces el mismo sitio.
“La mayoría de la gente está casada y sin embargo ven a esa mujer desnuda cada noche. Pero yo nunca. ¡Ay, si la viera!
Clava la mirada en la foto de una mujer con las piernas descubiertas.
“Al menos, en la cama, mi imaginación se basará en una realidad”.
Se lame los labios.
“¿Por qué no?”
Vuelve a mirar la escoba que coge con la mano izquierda. ¿Y el trabajo? Suponte que… El director pasaba cada noche para ver qué tal iba.
“¡Bah! No quedan más que cuatro horas. Que las descuente.
Grupos de espectadores empiezan a entrar. Se siente animado y pasa con nerviosismo la escoba por un suelo tan brillante que refleja las siluetas.
“¿Qué problema hay? Me compro una entrada y entro a ver a esa mujer desnuda”.
Unos segundos.
“¿Cuántas veces voy a ver a una mujer desnuda?”
Vestidos, muslos y nalgas pasan ante él.
“Pero ¿cuánto me va a costar?”
Termina de decidirse y deja de barrer.
“Que cueste lo que quiera. Por lo menos es mejor que estar soñando noche tras noche, quedarse dormido como un burro, agotado del trabajo y las cavilaciones. ¡Esta noche al menos la disfrutaré!”
Dejando la escoba en una esquina, se dirige a la taquilla. Al llegar su turno se asoma por la ventanilla.
–La paz sea contigo.
–…
Se busca en el bolsillo antes de preguntar al taquillero:
–¿Cuánto es?
El taquillero le mira con asombro y le contesta con desprecio:
–Un cuarto de dinar.
“Lo que cuestan dos paquetes de cigarrillos”, se dice a sí mismo.
–¿Cuántas entradas quieres? –se impacienta el taquillero.
“Bah, mañana no fumo. De todas formas perjudica la salud”, se dice.
Derrama un puñado de calderilla equivalente al importe. El taquillero le despacha una entrada en la que ha garabateado un número ilegible.
Se dirige a la sala. Espera inquieto. Llega el acomodador, linterna en mano.
–Sigue la luz –y después de unos escalones–: el tercer asiento a partir de aquí.
Se sienta y saluda al espectador de al lado.
–La paz sea contigo.
Movimientos y voces en la gran pantalla.
–Esto ¿es la película?
–Son anuncios, publicidad –contesta su vecino volviéndose hacia él.
–Y ¿cuándo van a pasar la película?
–Dentro de poco. Ten paciencia por favor –le contesta el hombre con fastidio.
Guarda silencio durante diez minutos y vuelve a mirarle. Quiere rogarle que le avise cuando empiece la película, mas no se atreve a molestarle.
“Bueno”, se anima. “Ya me enteraré de que ha empezado cuando vea a la mujer desnuda”.
Movimiento en la pantalla. Letras, colores, voces. Se concentra en ella.
El aire acondicionado, las luces de la pantalla, el sueño… Sus ojos y el trabajo… El cansancio.
Se sobresalta cuando siente una mano en la espalda y oye una voz que le dice:
–Despierta, hermano. Se acabó la película y ya ha salido todo el mundo.
Mirando al acomodador, le pregunta apenado:
–¿Ha salido la mujer desnuda?

2014/04/21

El lord inglés

Por Mohammed al Morr
(Emiratos Árabes Unidos)

Entré al jardín de las Tullerías por el portalón frente a la plaza de la Concordia. Eran las diez. Me sentía algo melancólico pese a la suave brisa y el sol radiante. Rachid había prometido visitarme en París para ir juntos a Viena y ya había pasado una semana sin que apareciese. Llevaba en la mano un libro de cuentos de la escritora inglesa Catherine Mansfield. Pasé cerca de la gran fuente, a cuyo alrededor se arremolinaban unos niños empujando sus barquitos de plástico hacia el surtidor con unas largas varas. Algunos turistas japoneses les sacaban fotos. Me dirigí a la parte izquierda. Había un puesto de bocadillos y refrescos, pero no tenía hambre ni sed, ya que había desayunado tarde. Me senté en un banco de madera. Al otro extremo se encontraba sentado un hombre mayor. Me puse a leer.
Unos franceses jugaban a la petanca. Todos eran de mediana edad, algo obesos, y llevaban gorras de colores, excepto un joven delgado que no llegaría a los veinte años y que era el más activo y hablador. Ante mí pasó un hombre conduciendo cuatro ponis que montaban tres niñas y un niño. Los miré con curiosidad y sonreí. Entonces oí a mi vecino de asiento comentar en perfecto inglés:
–Graciosos, ¿verdad?
–¿Perdón? –dije volviéndome a él.
–Esos niños que montan unos ponis, ¿no son graciosos? –dijo sonriendo con reserva.
–Como todos los niños –contesté–. ¿Acaso no dijo Jesús que no alcanzaríamos el Reino de los Cielos mientras no fuéramos como niños?
–No comparto esas palabras.
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que los niños son como los mayores, capaces de cometer todas las locuras y maldades humanas habituales.
–Entonces ¿está de acuerdo con las tesis de Freud?
–No. Yo comparto lo que decía san Agustín.
–¿Qué decía?
–En Las confesiones escribió que la perdición aparece tanto en los juegos de los niños como en los actos de los adultos.
Me impresionaron las palabras de mi interlocutor. Le observé. Era mayor, alto y esbelto. Vestía un traje gris y una camisa verde con corbata azul. No era un atuendo lujoso, pero estaba limpio. Le dije:
–Perdone. No nos hemos presentado.
Sonrió y me tendió la mano diciendo:
–Soy lord Leidhfield, pero puede llamarme John. Los títulos no me importan. ¿Cuál es su nombre?
–Jalifa, Jalifa Hamad.
–No creo que sea francés.
–No. No lo soy.
–¿De dónde es?
–De una pequeña ciudad que se llama Dubái.
–No la conozco.
–Está en el Golfo.
No logró reconocerla. Al mencionarle los nombres de algunos países y ciudades vecinas, se rió y dijo:
–¡Ah! Cuando dijo usted “el Golfo”, creí que se refería al de Méjico. Por su aspecto podría pasar por hispanoamericano. Conozco su Golfo. Recalé en nuestra base en Charika justo después de la Segunda Guerra Mundial.
–¿Qué le pareció?
–Una ciudad bella, pequeña, primitiva, con muchas moscas.
–Ahora está muy cambiada.
–Sin duda todo ha cambiado allí con el petróleo.
Quise cambiar de tema y le pregunté:
–¿A qué se dedica, Sir John?
–Ahora no trabajo. Tengo una cadena de hoteles que dirige mi cuñado.
Señalando el hotel Bretón, que da a la avenida Rivoli, dijo:
–¿Ve aquel hotel?
–Sí.
–Es de mi propiedad. A esta orilla del Sena tengo cuatro hoteles además del Bretón; y en la otra, otros tres.
–¿Me permite hacerle una pregunta personal? ¿Por qué eligió París para invertir en hoteles y no su país?
–Es una buena pregunta. Yo heredé de mi padre lord Leichfield una considerable fortuna, que dilapidé casi íntegra en los placeres y deleites de la juventud. Después de la guerra me encontré casi en la pobreza. Trabajé en el negocio de la construcción en el Londres destruido por los bombardeos alemanes. Conseguí reunir una gran fortuna en aquella época. A finales de los sesenta mi única hija Hedz vino a París a pasar las vacaciones escolares con algunas de sus amigas. Quiso la casualidad que se enamorase del hijo de la dueña del hotel donde se había hospedado. Insistió en casarse con el joven François. Me enfadé. Grité, protesté, porque, señor Jalifa, yo detestaba y sigo detestando a los franceses: creo que son un pueblo perezoso, soberbio y egoísta. Es verdad que París es la mejor ciudad del mundo, pero su pueblo es el peor del orbe. Lo cierto es que Hedz se aferró a su decisión. La amenacé con apartarme de ella y privarla de mi fortuna, pero dejó Londres, y yo maldije a François y a su vieja y loca madre. Lo que pasa es que soy una persona sensible y difiero mucho de los anglosajones de mi raza, que son calculadores y fríos. Cuando Hedz se puso en contacto conmigo, llorando, dos días después de mi vuelta a Londres, no tuve corazón para separarme de ella. Volví a París y di mi consentimiento al matrimonio. Después de aquello me apasionó esta maravillosa ciudad pero, como le decía, todavía sigo odiando a sus habitantes. Son un pueblo voluble y atolondrado. Me instalé aquí con mi hija y su marido y empecé a comprar hoteles, siendo el primero el de la madre de mi yerno. Después compré uno en la zona de Chatelier y otro en la avenida Saint Michel, a la otra orilla del Sena, y seguí invirtiendo.
Arreciaban las voces de los que jugaban a la petanca. Sonriendo, el lord dijo:
–¿No le digo que es un pueblo desordenado y sin civilizar?
–¿No los juzga con demasiada dureza?
–No. Es un pueblo chiflado. Napoleón, su Emperador, invadió Rusia para divertirse. ¿Sabe cuántas personas murieron en aquella ridícula campaña? Nada menos que medio millón, aniquiladas por aquella demencial aventura militar.
–Pero la historia de los demás pueblos europeos tampoco está exenta de sangre y violencia.
–Es cierto. Pero la violencia y la idiotez son características de los franceses. Nosotros hemos dominado la mayor parte del globo sin sangre, usando sólo el comercio y la diplomacia.
No queriendo continuar esa conversación, cambié nuevamente de tema preguntándole:
–Siendo lord, habrá sido usted miembro de la Cámara de los Lores en el Parlamento británico.
–¡Desde luego!
–¿Asistía a las sesiones?
–Asistí a algunas, pero créame que no hay nada en este mundo tan aburrido como aquellas sesiones. Yo me dormía en mi cómodo sillón y pedía a un ujier que me despertase cuando acababan. En este mundo hay gente que se especializa en hablar y otros en actuar y producir. Yo soy de estos últimos. Durante toda mi vida he trabajado y producido. No encuentro mayor satisfacción que el trabajo.
Se hizo un breve silencio. Lo miré imaginando la vida llena de logros realizados por aquel viejo y duro inglés. Todos los hombres ilustres son sencillos, y su aspecto tampoco llamaba la atención.
Echándose la mano al bolsillo, sacó su cartera, la miró y sacudió la cabeza diciendo:
–Parece que me voy a quedar sin leer The Times esta mañana. ¡Qué fastidio! Un día soleado y hermoso, pero no tengo cambio.
Me sobrevino un acceso de soberbia y le dije:
–No importa.
Metí la mano en el bolsillo y no me encontré más que un billete de doscientos francos. Se lo di y le dije:
–Sir John, no quiero ser pesado, pero ¿puede usted traerme The Guardian? Se lo agradecería mucho.
Cogió los doscientos francos y dijo sonriendo:
–Claro, y cuando vuelva le extenderé un cheque a cambio.
Sonriendo tímidamente, repliqué:
–No es tan urgente.
–No, querido: en los asuntos financieros, por nimios que sean, lo más importante es la claridad.
Se encaminó con paso firme hacia la pequeña puerta que da a la concurrida avenida de Rivoli y salió. Volví a la lectura, esperando la vuelta del lord inglés. Entonces se acercó a mi banco el joven francés a recoger el boliche de petanca. Al verme solo, me dijo en un inglés poco fluido:
–Espero que no le haya engañado el mendigo inglés aquel. Es un auténtico ladrón que ya ha timado a muchos turistas.

2014/04/20

Trastornado

Por Munira Al Fádhel
(Bahréin)

Al salir corriendo de casa, me persiguió la voz de mi madre:
–¡Corre! Y no vuelvas de vacío, como ayer, ¡o te mato!
Recordé lo de ayer, lo mal que me habían salido las cosas, pues no conseguí reunir más de medio dinar en los seis semáforos que había recorrido. “¿Por qué tiene que ser así?”, me preguntaba. “¿Por qué tengo que mendigar haciéndome el tonto mentecato para enternecer a la gente, si hasta los cigarrillos que algunos me dan se los fuma mi madre?”
Cuando osé preguntarle por qué no le exigía a mi padre que buscara trabajo, ella me contestó:
–¡No es tu padre, hijo de perra! Y no te metas donde no te llaman.
Él solía venir a casa, comía y dormía. Yo sé que la gente murmuraba de mi madre, pero ¿por qué?
Al principio me vi obligado, bajo su terrible amenaza, a vestir harapos andrajosos que ella sacaba de no sé dónde.
–Párate en la calle –me decía–; tiende la mano a la gente; llora y diles que tu madre está enferma y tu padre también. Se enternecerán y te darán limosna.
Pero no he podido. Me detenía en alguna esquina y tendía la mano en silencio. No he podido mentir: no tenía padre y mi madre gozaba de buena salud. Un día en que sólo conseguí doscientos céntimos, cuando volví a casa, me pegó. Nunca se me olvidará aquel día.
–¿Doscientos céntimos? –me gritó histérica– ¿Qué hago yo con eso?
De tanto llorar me quedé dormido al raso, fuera de la habitación. Cuando por la mañana me despertó el ladrido de un perro, supe que no me había llamado a dormir dentro. Todos me miraban y decían:
–Pobrecillo: su madre está loca.
Pero ¿de verdad está loca mi madre? Si era así, ¿por qué me vestía con harapos y me obligaba a representar el papel de idiota para que la gente me diera limosna? ¡Dios! ¡Quiero saberlo! Estoy harto de recibir golpes. Cuando traigo algunas monedas, las agarra con avidez y ni siquiera me pregunta si he comido algo. A la hora de cenar solía pasarme por casa de los vecinos porque sabían que estaba en ayunas y me daban algo, meneando la cabeza con lástima.
¡Corre! Tienes que moverte con agilidad, pues las luces del semáforo cambian rápidamente. Tienes que hacerlo todo deprisa. Espera la señal roja para pasar entre los coches tendiendo la mano y haciendo tus gestos de loco. Tienes que aceptar todo lo que te den, así sean colillas que te apagan en la mano, como ha ocurrido tantas veces. Yo ya no lloraba; al contrario: me reía imaginando que verdaderamente había enloquecido y ya no era como antes.
Empecé a burlarme de mi madre. Me quedaba con los cigarrillos que me regalaban, me los fumaba lejos de casa. Además le daba sólo la mitad de lo que reunía; y con el resto me compraba lo que me gustaba. Ya estoy acostumbrado a los golpes al volver a casa. Ya estoy trastornado de verdad. Es todo lo que sé.