El Mundo Today

2014/04/21

El lord inglés

Por Mohammed al Morr
(Emiratos Árabes Unidos)

Entré al jardín de las Tullerías por el portalón frente a la plaza de la Concordia. Eran las diez. Me sentía algo melancólico pese a la suave brisa y el sol radiante. Rachid había prometido visitarme en París para ir juntos a Viena y ya había pasado una semana sin que apareciese. Llevaba en la mano un libro de cuentos de la escritora inglesa Catherine Mansfield. Pasé cerca de la gran fuente, a cuyo alrededor se arremolinaban unos niños empujando sus barquitos de plástico hacia el surtidor con unas largas varas. Algunos turistas japoneses les sacaban fotos. Me dirigí a la parte izquierda. Había un puesto de bocadillos y refrescos, pero no tenía hambre ni sed, ya que había desayunado tarde. Me senté en un banco de madera. Al otro extremo se encontraba sentado un hombre mayor. Me puse a leer.
Unos franceses jugaban a la petanca. Todos eran de mediana edad, algo obesos, y llevaban gorras de colores, excepto un joven delgado que no llegaría a los veinte años y que era el más activo y hablador. Ante mí pasó un hombre conduciendo cuatro ponis que montaban tres niñas y un niño. Los miré con curiosidad y sonreí. Entonces oí a mi vecino de asiento comentar en perfecto inglés:
–Graciosos, ¿verdad?
–¿Perdón? –dije volviéndome a él.
–Esos niños que montan unos ponis, ¿no son graciosos? –dijo sonriendo con reserva.
–Como todos los niños –contesté–. ¿Acaso no dijo Jesús que no alcanzaríamos el Reino de los Cielos mientras no fuéramos como niños?
–No comparto esas palabras.
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que los niños son como los mayores, capaces de cometer todas las locuras y maldades humanas habituales.
–Entonces ¿está de acuerdo con las tesis de Freud?
–No. Yo comparto lo que decía san Agustín.
–¿Qué decía?
–En Las confesiones escribió que la perdición aparece tanto en los juegos de los niños como en los actos de los adultos.
Me impresionaron las palabras de mi interlocutor. Le observé. Era mayor, alto y esbelto. Vestía un traje gris y una camisa verde con corbata azul. No era un atuendo lujoso, pero estaba limpio. Le dije:
–Perdone. No nos hemos presentado.
Sonrió y me tendió la mano diciendo:
–Soy lord Leidhfield, pero puede llamarme John. Los títulos no me importan. ¿Cuál es su nombre?
–Jalifa, Jalifa Hamad.
–No creo que sea francés.
–No. No lo soy.
–¿De dónde es?
–De una pequeña ciudad que se llama Dubái.
–No la conozco.
–Está en el Golfo.
No logró reconocerla. Al mencionarle los nombres de algunos países y ciudades vecinas, se rió y dijo:
–¡Ah! Cuando dijo usted “el Golfo”, creí que se refería al de Méjico. Por su aspecto podría pasar por hispanoamericano. Conozco su Golfo. Recalé en nuestra base en Charika justo después de la Segunda Guerra Mundial.
–¿Qué le pareció?
–Una ciudad bella, pequeña, primitiva, con muchas moscas.
–Ahora está muy cambiada.
–Sin duda todo ha cambiado allí con el petróleo.
Quise cambiar de tema y le pregunté:
–¿A qué se dedica, Sir John?
–Ahora no trabajo. Tengo una cadena de hoteles que dirige mi cuñado.
Señalando el hotel Bretón, que da a la avenida Rivoli, dijo:
–¿Ve aquel hotel?
–Sí.
–Es de mi propiedad. A esta orilla del Sena tengo cuatro hoteles además del Bretón; y en la otra, otros tres.
–¿Me permite hacerle una pregunta personal? ¿Por qué eligió París para invertir en hoteles y no su país?
–Es una buena pregunta. Yo heredé de mi padre lord Leichfield una considerable fortuna, que dilapidé casi íntegra en los placeres y deleites de la juventud. Después de la guerra me encontré casi en la pobreza. Trabajé en el negocio de la construcción en el Londres destruido por los bombardeos alemanes. Conseguí reunir una gran fortuna en aquella época. A finales de los sesenta mi única hija Hedz vino a París a pasar las vacaciones escolares con algunas de sus amigas. Quiso la casualidad que se enamorase del hijo de la dueña del hotel donde se había hospedado. Insistió en casarse con el joven François. Me enfadé. Grité, protesté, porque, señor Jalifa, yo detestaba y sigo detestando a los franceses: creo que son un pueblo perezoso, soberbio y egoísta. Es verdad que París es la mejor ciudad del mundo, pero su pueblo es el peor del orbe. Lo cierto es que Hedz se aferró a su decisión. La amenacé con apartarme de ella y privarla de mi fortuna, pero dejó Londres, y yo maldije a François y a su vieja y loca madre. Lo que pasa es que soy una persona sensible y difiero mucho de los anglosajones de mi raza, que son calculadores y fríos. Cuando Hedz se puso en contacto conmigo, llorando, dos días después de mi vuelta a Londres, no tuve corazón para separarme de ella. Volví a París y di mi consentimiento al matrimonio. Después de aquello me apasionó esta maravillosa ciudad pero, como le decía, todavía sigo odiando a sus habitantes. Son un pueblo voluble y atolondrado. Me instalé aquí con mi hija y su marido y empecé a comprar hoteles, siendo el primero el de la madre de mi yerno. Después compré uno en la zona de Chatelier y otro en la avenida Saint Michel, a la otra orilla del Sena, y seguí invirtiendo.
Arreciaban las voces de los que jugaban a la petanca. Sonriendo, el lord dijo:
–¿No le digo que es un pueblo desordenado y sin civilizar?
–¿No los juzga con demasiada dureza?
–No. Es un pueblo chiflado. Napoleón, su Emperador, invadió Rusia para divertirse. ¿Sabe cuántas personas murieron en aquella ridícula campaña? Nada menos que medio millón, aniquiladas por aquella demencial aventura militar.
–Pero la historia de los demás pueblos europeos tampoco está exenta de sangre y violencia.
–Es cierto. Pero la violencia y la idiotez son características de los franceses. Nosotros hemos dominado la mayor parte del globo sin sangre, usando sólo el comercio y la diplomacia.
No queriendo continuar esa conversación, cambié nuevamente de tema preguntándole:
–Siendo lord, habrá sido usted miembro de la Cámara de los Lores en el Parlamento británico.
–¡Desde luego!
–¿Asistía a las sesiones?
–Asistí a algunas, pero créame que no hay nada en este mundo tan aburrido como aquellas sesiones. Yo me dormía en mi cómodo sillón y pedía a un ujier que me despertase cuando acababan. En este mundo hay gente que se especializa en hablar y otros en actuar y producir. Yo soy de estos últimos. Durante toda mi vida he trabajado y producido. No encuentro mayor satisfacción que el trabajo.
Se hizo un breve silencio. Lo miré imaginando la vida llena de logros realizados por aquel viejo y duro inglés. Todos los hombres ilustres son sencillos, y su aspecto tampoco llamaba la atención.
Echándose la mano al bolsillo, sacó su cartera, la miró y sacudió la cabeza diciendo:
–Parece que me voy a quedar sin leer The Times esta mañana. ¡Qué fastidio! Un día soleado y hermoso, pero no tengo cambio.
Me sobrevino un acceso de soberbia y le dije:
–No importa.
Metí la mano en el bolsillo y no me encontré más que un billete de doscientos francos. Se lo di y le dije:
–Sir John, no quiero ser pesado, pero ¿puede usted traerme The Guardian? Se lo agradecería mucho.
Cogió los doscientos francos y dijo sonriendo:
–Claro, y cuando vuelva le extenderé un cheque a cambio.
Sonriendo tímidamente, repliqué:
–No es tan urgente.
–No, querido: en los asuntos financieros, por nimios que sean, lo más importante es la claridad.
Se encaminó con paso firme hacia la pequeña puerta que da a la concurrida avenida de Rivoli y salió. Volví a la lectura, esperando la vuelta del lord inglés. Entonces se acercó a mi banco el joven francés a recoger el boliche de petanca. Al verme solo, me dijo en un inglés poco fluido:
–Espero que no le haya engañado el mendigo inglés aquel. Es un auténtico ladrón que ya ha timado a muchos turistas.

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