Por Mohammed al Morr
(Emiratos Árabes Unidos)
Entré al jardín de las
Tullerías por el portalón frente a la plaza de la Concordia. Eran las diez.
Me sentía algo melancólico pese a la suave brisa y el sol radiante. Rachid
había prometido visitarme en París para ir juntos a Viena y ya había pasado una
semana sin que apareciese. Llevaba en la mano un libro de cuentos de la
escritora inglesa Catherine Mansfield. Pasé cerca de la gran fuente, a cuyo
alrededor se arremolinaban unos niños empujando sus barquitos de plástico hacia
el surtidor con unas largas varas. Algunos turistas japoneses les sacaban
fotos. Me dirigí a la parte izquierda. Había un puesto de bocadillos y
refrescos, pero no tenía hambre ni sed, ya que había desayunado tarde. Me senté
en un banco de madera. Al otro extremo se encontraba sentado un hombre mayor.
Me puse a leer.
Unos franceses jugaban a la
petanca. Todos eran de mediana edad, algo obesos, y llevaban gorras de colores,
excepto un joven delgado que no llegaría a los veinte años y que era el más
activo y hablador. Ante mí pasó un hombre conduciendo cuatro ponis que montaban
tres niñas y un niño. Los miré con curiosidad y sonreí. Entonces oí a mi vecino
de asiento comentar en perfecto inglés:
–Graciosos, ¿verdad?
–¿Perdón? –dije volviéndome a
él.
–Esos niños que montan unos
ponis, ¿no son graciosos? –dijo sonriendo con reserva.
–Como todos los niños –contesté–.
¿Acaso no dijo Jesús que no alcanzaríamos el Reino de los Cielos mientras no
fuéramos como niños?
–No comparto esas palabras.
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que los niños son
como los mayores, capaces de cometer todas las locuras y maldades humanas
habituales.
–Entonces ¿está de acuerdo con
las tesis de Freud?
–No. Yo comparto lo que decía
san Agustín.
–¿Qué decía?
–En Las confesiones
escribió que la perdición aparece tanto en los juegos de los niños como en los
actos de los adultos.
Me impresionaron las palabras
de mi interlocutor. Le observé. Era mayor, alto y esbelto. Vestía un traje gris
y una camisa verde con corbata azul. No era un atuendo lujoso, pero estaba
limpio. Le dije:
–Perdone. No nos hemos
presentado.
Sonrió y me tendió la mano
diciendo:
–Soy lord Leidhfield, pero
puede llamarme John. Los títulos no me importan. ¿Cuál es su nombre?
–Jalifa, Jalifa Hamad.
–No creo que sea francés.
–No. No lo soy.
–¿De dónde es?
–De una pequeña ciudad que se
llama Dubái.
–No la conozco.
–Está en el Golfo.
No logró reconocerla. Al
mencionarle los nombres de algunos países y ciudades vecinas, se rió y dijo:
–¡Ah! Cuando dijo usted “el
Golfo”, creí que se refería al de Méjico. Por su aspecto podría pasar por hispanoamericano.
Conozco su Golfo. Recalé en nuestra base en Charika justo después de la Segunda
Guerra Mundial.
–¿Qué le pareció?
–Una ciudad bella, pequeña,
primitiva, con muchas moscas.
–Ahora está muy cambiada.
–Sin duda todo ha cambiado allí
con el petróleo.
Quise cambiar de tema y le
pregunté:
–¿A qué se dedica, Sir John?
–Ahora no trabajo. Tengo una
cadena de hoteles que dirige mi cuñado.
Señalando el hotel Bretón, que
da a la avenida Rivoli, dijo:
–¿Ve aquel hotel?
–Sí.
–Es de mi propiedad. A esta
orilla del Sena tengo cuatro hoteles además del Bretón; y en la otra, otros
tres.
–¿Me permite hacerle una
pregunta personal? ¿Por qué eligió París para invertir en hoteles y no su país?
–Es una buena pregunta. Yo
heredé de mi padre lord Leichfield una considerable fortuna, que dilapidé casi íntegra en los placeres y deleites de la juventud. Después de la guerra me
encontré casi en la pobreza. Trabajé en el negocio de la construcción en el
Londres destruido por los bombardeos alemanes. Conseguí reunir una gran fortuna
en aquella época. A finales de los sesenta mi única hija Hedz vino a París a
pasar las vacaciones escolares con algunas de sus amigas. Quiso la casualidad
que se enamorase del hijo de la dueña del hotel donde se había hospedado.
Insistió en casarse con el joven François. Me enfadé. Grité, protesté, porque,
señor Jalifa, yo detestaba y sigo detestando a los franceses: creo que son un
pueblo perezoso, soberbio y egoísta. Es verdad que París es la mejor ciudad del
mundo, pero su pueblo es el peor del orbe. Lo cierto es que Hedz se aferró a su
decisión. La amenacé con apartarme de ella y privarla de mi fortuna, pero dejó
Londres, y yo maldije a François y a su vieja y loca madre. Lo que pasa es que
soy una persona sensible y difiero mucho de los anglosajones de mi raza, que
son calculadores y fríos. Cuando Hedz se puso en contacto conmigo, llorando,
dos días después de mi vuelta a Londres, no tuve corazón para separarme de
ella. Volví a París y di mi consentimiento al matrimonio. Después de aquello me
apasionó esta maravillosa ciudad pero, como le decía, todavía sigo odiando a
sus habitantes. Son un pueblo voluble y atolondrado. Me instalé aquí con mi
hija y su marido y empecé a comprar hoteles, siendo el primero el de la madre
de mi yerno. Después compré uno en la zona de Chatelier y otro en la avenida
Saint Michel, a la otra orilla del Sena, y seguí invirtiendo.
Arreciaban las voces de los que
jugaban a la petanca. Sonriendo, el lord dijo:
–¿No le digo que es un pueblo desordenado
y sin civilizar?
–¿No los juzga con demasiada
dureza?
–No. Es un pueblo chiflado.
Napoleón, su Emperador, invadió Rusia para divertirse. ¿Sabe cuántas personas
murieron en aquella ridícula campaña? Nada menos que medio millón, aniquiladas
por aquella demencial aventura militar.
–Pero la historia de los demás
pueblos europeos tampoco está exenta de sangre y violencia.
–Es cierto. Pero la violencia y
la idiotez son características de los franceses. Nosotros hemos dominado la
mayor parte del globo sin sangre, usando sólo el comercio y la diplomacia.
No queriendo continuar esa
conversación, cambié nuevamente de tema preguntándole:
–Siendo lord, habrá sido usted
miembro de la Cámara de los Lores en el Parlamento británico.
–¡Desde luego!
–¿Asistía a las sesiones?
–Asistí a algunas, pero créame
que no hay nada en este mundo tan aburrido como aquellas sesiones. Yo me dormía
en mi cómodo sillón y pedía a un ujier que me despertase cuando acababan. En
este mundo hay gente que se especializa en hablar y otros en actuar y producir.
Yo soy de estos últimos. Durante toda mi vida he trabajado y producido. No
encuentro mayor satisfacción que el trabajo.
Se hizo un breve silencio. Lo
miré imaginando la vida llena de logros realizados por aquel viejo y duro
inglés. Todos los hombres ilustres son sencillos, y su aspecto tampoco llamaba
la atención.
Echándose la mano al bolsillo,
sacó su cartera, la miró y sacudió la cabeza diciendo:
–Parece que me voy a quedar sin
leer The Times esta mañana. ¡Qué fastidio! Un día soleado y hermoso,
pero no tengo cambio.
Me sobrevino un acceso de
soberbia y le dije:
–No importa.
Metí la mano en el bolsillo y
no me encontré más que un billete de doscientos francos. Se lo di y le dije:
–Sir John, no quiero ser
pesado, pero ¿puede usted traerme The Guardian? Se lo agradecería mucho.
Cogió los doscientos francos y
dijo sonriendo:
–Claro, y cuando vuelva le
extenderé un cheque a cambio.
Sonriendo tímidamente,
repliqué:
–No es tan urgente.
–No, querido: en los asuntos
financieros, por nimios que sean, lo más importante es la claridad.
Se encaminó con paso firme
hacia la pequeña puerta que da a la concurrida avenida de Rivoli y salió. Volví
a la lectura, esperando la vuelta del lord inglés. Entonces se acercó a mi
banco el joven francés a recoger el boliche de petanca. Al verme solo, me dijo
en un inglés poco fluido:
–Espero que no le haya
engañado el mendigo inglés aquel. Es un auténtico ladrón que ya ha timado a
muchos turistas.
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