Por Munira Al Fádhel
(Bahréin)
Al salir corriendo de casa, me persiguió la voz de mi madre:
–¡Corre! Y no vuelvas de vacío, como ayer, ¡o te mato!
Recordé lo de ayer, lo mal que me habían salido las cosas, pues no conseguí
reunir más de medio dinar en los seis semáforos que había recorrido. “¿Por qué
tiene que ser así?”, me preguntaba. “¿Por qué tengo que mendigar haciéndome el
tonto mentecato para enternecer a la gente, si hasta los cigarrillos que
algunos me dan se los fuma mi madre?”
Cuando osé preguntarle por qué no le exigía a mi padre que buscara trabajo,
ella me contestó:
–¡No es tu padre, hijo de perra! Y no te metas donde no te llaman.
Él solía venir a casa, comía y dormía. Yo sé que la gente murmuraba de mi
madre, pero ¿por qué?
Al principio me vi obligado, bajo su terrible amenaza, a vestir harapos
andrajosos que ella sacaba de no sé dónde.
–Párate en la calle –me decía–; tiende la mano a la gente; llora y diles
que tu madre está enferma y tu padre también. Se enternecerán y te darán
limosna.
Pero no he podido. Me detenía en alguna esquina y tendía la mano en
silencio. No he podido mentir: no tenía padre y mi madre gozaba de buena salud.
Un día en que sólo conseguí doscientos céntimos, cuando volví a casa, me pegó.
Nunca se me olvidará aquel día.
–¿Doscientos céntimos? –me gritó histérica– ¿Qué hago yo con eso?
De tanto llorar me quedé dormido al raso, fuera de la habitación. Cuando
por la mañana me despertó el ladrido de un perro, supe que no me había llamado
a dormir dentro. Todos me miraban y decían:
–Pobrecillo: su madre está loca.
Pero ¿de verdad está loca mi madre? Si era así, ¿por qué me vestía con
harapos y me obligaba a representar el papel de idiota para que la gente me
diera limosna? ¡Dios! ¡Quiero saberlo! Estoy harto de recibir golpes. Cuando
traigo algunas monedas, las agarra con avidez y ni siquiera me pregunta si he
comido algo. A la hora de cenar solía pasarme por casa de los vecinos porque
sabían que estaba en ayunas y me daban algo, meneando la cabeza con lástima.
¡Corre! Tienes que moverte con agilidad, pues las luces del semáforo
cambian rápidamente. Tienes que hacerlo todo deprisa. Espera la señal roja para
pasar entre los coches tendiendo la mano y haciendo tus gestos de loco. Tienes
que aceptar todo lo que te den, así sean colillas que te apagan en la mano,
como ha ocurrido tantas veces. Yo ya no lloraba; al contrario: me reía
imaginando que verdaderamente había enloquecido y ya no era como antes.
Empecé a burlarme de mi madre. Me quedaba con los cigarrillos que me
regalaban, me los fumaba lejos de casa. Además le daba sólo la mitad de lo que
reunía; y con el resto me compraba lo que me gustaba. Ya estoy acostumbrado a
los golpes al volver a casa. Ya estoy trastornado de verdad. Es todo lo que sé.
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