Una noche de verano me despertaron unos alaridos de mujer, en un principio pensé que alguien la estaba golpeando, pero cuando mis neuronas se despabilaron, pude distinguir, entremezclados con los aullidos, unos estertores masculinos y entonces comprendí lo que pasaba: el piso superior volvía a estar ocupado y mi nueva vecina era una bomba sexual. Por la mañana me faltó tiempo para mirar sus nombres en el buzón: Fernando y Leila.
Las noches siguientes, antes de acostarme, me quedaba un buen rato apoyado en la ventana con la esperanza de volver a escuchar esa serenata de gemidos para masturbarme a su compás. Pero los fornicios de la pareja parecían ser tan escasos como intensos, sólo oía el entrechocar de unos frascos de cristal seguido de una oleada de perfume caro. ¿Utilizaría mi vecina el mismo pijama que Marilyn? Sólo pensarlo me enervaba.
Necesitaba verla, proporcionar un cuerpo a mis fantasías sonoras y auditivas. Siempre que oía unos pasos o una puerta cerrarse en la galería superior, me lanzaba a la ventana que daba al patio para ver si era Leila, pero nunca era ella; debíamos de tener horarios opuestos.
Por fin, un día, mientras esperaba el ascensor, una mujer entró y me saludó, la reconocí por su perfume. Era bonita, sí, pero era algo mucho mejor que eso, era pura carnalidad comestible y acariciable. Al verla, acudió a mi cerebro un aluvión de palabras: suave, jugosa, mordisco, seda, sabrosura, melón, esponja, satén.
-¿A qué piso va?
-Al cuarto.
En los pocos segundos que duró el viaje me dio tiempo a repasar todo su cuerpo con la mirada y a imaginarme su pubis con bragas y sin bragas, sus piernas con medias y sin medias, sus pechos con sujetador y sin él. Y, mientras tanto, algo de mí iba ascendiendo a la vez que el ascensor.
Ella se dio cuenta de lo que pensaba; pero, lejos de enfadarse, me devolvió una mirada de socarrona complicidad y al despedirse, sus ojos se detuvieron un momento en el bulto de mi pantalón.
Morder cada centímetro de ese cuerpo, acariciarlo poro a poro, besarlo lunar a lunar, lamerlo de hueco en hueco se convirtió en mi obsesión. Tramé mil estrategias para conseguirlo y me decidí por la que me pareció más viable: hacerme amigo de su marido.
Fernando era un fanático del fútbol, siempre que se jugaba un partido se le podía ver en el bar de la esquina gritando y aporreando las mesas; éste fue mi banderín de enganche. Fingí ser hincha de su equipo y, cuando ganaban los nuestros, lo celebraba pagándole unas cañas. Terminamos siendo camaradas.
Un día que retransmitían una final, lo invité a mi piso y me esforcé en ser un anfitrión ejemplar; lo obsequié con todo tipo de frutos secos y de bebidas alcohólicas, me debía una.
El siguiente fin de semana me la pagó invitándome a su casa para ver un partido de la selección. Me abrió la puerta Leila, que llevaba puesta su mirada socarrona y una batita azul dos tallas más pequeña que su cuerpo, le llegaba hasta la mitad del muslo y tenía el último botón desabrochado.
El escenario estaba preparado para vivir una intensa tarde de fútbol: la mesa repleta de canapés, la televisión encendida y sin voz y la radio a todo volumen (decía Fernando que así se enteraba mejor de los partidos).
Los jugadores salieron al campo y Leila se paseó por la sala desplegando su carnalidad. Yo no le quitaba ojo de encima, sobre todo cuando se agachó para servirnos unas cervezas y la abertura entre el segundo y el tercer botón se ensanchó dejando ver unas bragas blancas, con agujeritos. Ella respondía a mis miradas con sonrisas picaronas, se notaba que le gustaba ser admirada con la vista.
Cuando acabó el despliegue, se sentó con las piernas cruzadas frente a nosotros, en un sillón situado al lado del televisor, y se quedó pensativa, chupándose el dedo meñique de la mano en la que apoyaba la cabeza. Mis pupilas no cesaban de recorrer de hito en hito a la niña de mis ojos y en los ojos de mi niña se encendió una lucecita traviesa. Se retrepó en el sillón y bajo el azul de sus bata apareció el blanco de sus bragas aderezado de puntitos por los que su abundante vello rebosaba.
-¡Uuyy! El balón ha pasado lamiendo el poste de la portería española -exclamó aliviado el locutor.
Posé la mano sobre mi postecillo. Ella se lamió los labios.
-Me parece que como no abramos espacios se nos va a presentar un panorama muy muy oscuro -aseguró un comentarista.
Con un gesto le pedí que se abriera de piernas. Lo hizo, mostrándome una vista panorámica de su entrepierna, cada vez más oscura a medida que sus bragas se humedecían.
-¡Venga! ¡Abrid espacios! ¡Abrid espacios! -gritaba el marido con el oído pegado a la radio.
Leila se desabrochó el segundo botón, y el tercero. Luego continuó con los de arriba: uno, dos, tres…Yo me desabotoné la bragueta. Ella se levantó, se situó delante del televisor y terminó de abrirse la bata.
-Está claro que nosotros somos superiores, pero esto no sirve de nada si no mostramos nuestros poderes sobre el terreno -sentenció el comentarista.
Yo me saqué la polla, la mujer deslizó el sujetador hasta debajo de sus pezones, el marido dio un puñetazo en la mesa:
-¡Joder! ¡Ya me estoy empezando a cabrear! ¡Qué pandilla de mentecatos!
Su esposa se levantó el borde de las bragas para enseñarme el túnel.
-¿Qué tal, Fernando? ¿Cómo lo ves? -le pregunté.
-Lo veo muy negro, muy muy negro -respondió esbozando media sonrisa.
Hay dos cosas que me admiran de este hombre: el sentido del humor con que se toma su ceguera y la vehemencia de su afición futbolística pese a no haber podido ver un partido en su vida.
Leila, caramelito engolosinado, se aproximó a nosotros, derritiéndose mientras caminaba, y se sentó en el sofá entre los dos. Acuné su pecho con mi mano y su lengua con mis labios. Al fin la conocía con los cinco sentidos, y con los cinco me proponía gozarla. Le besé los hombros, lamí su cuello, mordí su oreja; mi mano descendió hasta el vientre, se demoró en el ombligo, ascendió por la espalda hasta las axilas, circunvaló la aureola de los pechos y pellizcó los pezones. Después mi lengua recubrió de saliva la ruta que mis manos habían abierto.
-¡Penetrad por las bandas, jodidos! -bufó el marido.
Le acaricié el interior del muslo mientras mi pulgar recorría por encima de las bragas el surco de su raja.
Fernando descargó su indignación con el árbitro:
-¿Pero vas a tocar el silbato de una vez?
Leila me agarró el pito y se lo metió en la boca. Mi mano continuó su expedición, me entretuve un momento peinándole el vello púbico y luego paseé por el monte de Venus y por las ingles.
-¡Profundizad! ¡Profundizad! -jaleaba Fernando.
Le introduje la mano entre las bragas y la coloqué sobre la vulva, masajeando al mismo tiempo el pubis; le abrí los labios con los dedos y hurgué dentro, extendí sus jugos alrededor del clítoris hasta que se puso duro y utilicé el dedo corazón para acariciarlo a la vez que el interior de la vagina.
-¡Tapad huecos! -clamaba el marido
Me apetecía un montón metérsela a su mujer, pero tuve que conformarme con follármela con los dedos. Reservé el pulgar para mimar el clítoris y hundí el índice y el corazón en su acuosa gruta.
-Si no hay coordinación, no vamos a ninguna parte -aseveró el comentarista.
Leila acompasó el movimiento de sus caderas al ritmo de mis dedos, que cada vez se iba haciendo más rápido. Estábamos a punto de estallar, ella no podía reprimir más sus jadeos y de vez en cuando se le escapaba un gorjeo.
-Gggg…
Si continuábamos, su marido nos iba a descubrir, pero no podíamos detenernos. Leila proyectó su furia reprimida contra mi trabuco y comenzó a zarandeármelo frenéticamente. No resistí más y me abandoné. Mi semen salió disparado hacia el televisor y se incrustó en la escuadra derecha de la portería justo en el momento en que un balón atravesaba la izquierda.
-¡Ggggool! ¡Gggol! ¡Auuú! ¡Auuú! ¡Gol de Rauuúl! -aulló Leila.
-¡Goool! ¡Oh, oh, oh! ¡Goh, oh, ohl ! -bramé yo.
-¡Joder, chicos! -dijo su marido-. Hay qué ver con qué pasión vivís el fútbol. Cuando mete un gol España, parece que os estáis corriendo de gusto.
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