En el tercer año de carrera conocí a una mujer de treinta y dos años que me desvirgó. Mi relación con ella fue lo más parecido a una drogadicción; estaba todo el día empalmado pensando en su cuerpo. Su raja era mi patria, mi universo y mi dios. Tal era mi encoñamiento que, cuando pasaba una temporada sin verla, sufría calambres de deseo en las piernas.
Lo curioso es que a ella le ocurría lo mismo conmigo; me decía que su marido era un eyaculador precoz, que siempre la dejaba con las ganas y que desde que habían tenido un hijo apenas la deseaba. Quería saciar conmigo toda el hambre que había acumulado a lo largo de su matrimonio y se daba auténticos atracones de polla. Lo que sentía por mi picha más que obsesión era devoción.
Creo que no me la tiré ni una sola vez; era ella la que se me follaba: me vampirizaba, me comía vivo. Cuando nos apareábamos, su cuerpo semejaba un amasijo de pirañas hambrientas y el mío, la carnaza.
Nuestro problema radicaba en que apenas teníamos oportunidad de vernos. Ella era la secretaria de su marido, por lo que iban y volvían juntos del trabajo. Y como tenían un hijo de pocos meses, el buen hombre, que era un padrazo, el tiempo que no estaba en la oficina lo pasaba en casa con la familia.
Hasta que llegó el invierno, el más caliente de mi vida. Su hijo se constipaba continuamente y ella, con la excusa de cuidarlo, se quedaba en casa, lo que yo aprovechaba para visitarla.
Como un polluelo espera, con el pico desmesuradamente abierto, la llegada de su madre con la comida, así me recibía ella, con las piernas separadas y el coño abierto, ansiosa de que mi picha le echara de comer.
Un día me confesó la causa de la mala salud de su hijo: por las noches sacaba la cuna con el niño al balcón para que se acatarrara.
Nunca intenté disuadirla.
<< Reto nº 2 Beatriz y la espuma >>
Lo curioso es que a ella le ocurría lo mismo conmigo; me decía que su marido era un eyaculador precoz, que siempre la dejaba con las ganas y que desde que habían tenido un hijo apenas la deseaba. Quería saciar conmigo toda el hambre que había acumulado a lo largo de su matrimonio y se daba auténticos atracones de polla. Lo que sentía por mi picha más que obsesión era devoción.
Creo que no me la tiré ni una sola vez; era ella la que se me follaba: me vampirizaba, me comía vivo. Cuando nos apareábamos, su cuerpo semejaba un amasijo de pirañas hambrientas y el mío, la carnaza.
Nuestro problema radicaba en que apenas teníamos oportunidad de vernos. Ella era la secretaria de su marido, por lo que iban y volvían juntos del trabajo. Y como tenían un hijo de pocos meses, el buen hombre, que era un padrazo, el tiempo que no estaba en la oficina lo pasaba en casa con la familia.
Hasta que llegó el invierno, el más caliente de mi vida. Su hijo se constipaba continuamente y ella, con la excusa de cuidarlo, se quedaba en casa, lo que yo aprovechaba para visitarla.
Como un polluelo espera, con el pico desmesuradamente abierto, la llegada de su madre con la comida, así me recibía ella, con las piernas separadas y el coño abierto, ansiosa de que mi picha le echara de comer.
Un día me confesó la causa de la mala salud de su hijo: por las noches sacaba la cuna con el niño al balcón para que se acatarrara.
Nunca intenté disuadirla.
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