La citó en el parque.
Pensaba tanto en ella que necesitaba verla de vez en cuando para luego poder soñarla lo más exacta posible, con su olor exacto, sus rasgos exactos y la textura exacta de su piel.
Antes de salir de casa, se descapulló el pene; quería que estuviera bien despierto mientras estaba con ella y sabía que el roce de la tela del pantalón con el glande lo mantendría en un estado de semierección permanente.
La mujer se cubrió el pubis, humedecido ante la expectativa del encuentro, con las braguitas que siempre se ponía cuando pensaba en él.
Se besaron en la mejilla, prolongando el beso para captar plenamente el olor del otro. Después conversaron sobre cuestiones intranscendentes, pero sus cuerpos hablaban de otro tema. Las miradas ávidas dirigidas a zonas estratégicas, los pezones erguidos de ella, el movimiento de los muslos de él oprimiéndose los testículos eran los signos de ese lenguaje con el que sus cuerpos habían tratado de comunicarse durante años sin conseguirlo.
Esa tarde, sin embargo, el hombre captó el mensaje y respondió abrazándola con la urgente brusquedad de un primerizo y besándola con la voracidad de quien ansía recuperar a mordiscos el tiempo perdido en una juventud malgastada.
La mujer se sentó sobre él, rodeándole las caderas con los muslos para restregar su vulva contra el miembro endurecido.
Se miraban sorprendidos ante su propio atrevimiento; se habían masturbado tantas veces pensando el uno en el otro, habían derramado tantos litros de fluidos soñando con momentos como el que estaban viviendo, que ahora no sabían qué decirse. Volvieron a besarse, dejando que sus lenguas se dijeran sin hablar lo que nunca se habían atrevido a confesar con palabras.
Desde un banco cercano, un adolescente los observaba con disimulo, tratando de obtener información de primera mano sobre la misteriosa técnica del beso. Para el resto de la gente eran una más de las parejas del parque.
No sabían que él era sacerdote.
No sabían que ella estaba casada.
No sabían que eran hermanos.
<<Mi amigo Luis
Brindis>>
Pensaba tanto en ella que necesitaba verla de vez en cuando para luego poder soñarla lo más exacta posible, con su olor exacto, sus rasgos exactos y la textura exacta de su piel.
Antes de salir de casa, se descapulló el pene; quería que estuviera bien despierto mientras estaba con ella y sabía que el roce de la tela del pantalón con el glande lo mantendría en un estado de semierección permanente.
La mujer se cubrió el pubis, humedecido ante la expectativa del encuentro, con las braguitas que siempre se ponía cuando pensaba en él.
Se besaron en la mejilla, prolongando el beso para captar plenamente el olor del otro. Después conversaron sobre cuestiones intranscendentes, pero sus cuerpos hablaban de otro tema. Las miradas ávidas dirigidas a zonas estratégicas, los pezones erguidos de ella, el movimiento de los muslos de él oprimiéndose los testículos eran los signos de ese lenguaje con el que sus cuerpos habían tratado de comunicarse durante años sin conseguirlo.
Esa tarde, sin embargo, el hombre captó el mensaje y respondió abrazándola con la urgente brusquedad de un primerizo y besándola con la voracidad de quien ansía recuperar a mordiscos el tiempo perdido en una juventud malgastada.
La mujer se sentó sobre él, rodeándole las caderas con los muslos para restregar su vulva contra el miembro endurecido.
Se miraban sorprendidos ante su propio atrevimiento; se habían masturbado tantas veces pensando el uno en el otro, habían derramado tantos litros de fluidos soñando con momentos como el que estaban viviendo, que ahora no sabían qué decirse. Volvieron a besarse, dejando que sus lenguas se dijeran sin hablar lo que nunca se habían atrevido a confesar con palabras.
Desde un banco cercano, un adolescente los observaba con disimulo, tratando de obtener información de primera mano sobre la misteriosa técnica del beso. Para el resto de la gente eran una más de las parejas del parque.
No sabían que él era sacerdote.
No sabían que ella estaba casada.
No sabían que eran hermanos.
<<Mi amigo Luis
Brindis>>