Una historia que me ha contado PoncianoA finales de los años cuarenta nos mandaron al pueblo un cura majísimo, el mejor que habíamos tenido desde la guerra. Fíjate si era bueno que un día fue a la capital, vio a un pobre descalzo y le regaló sus zapatos y todo el dinero que llevaba encima. Como no le quedó ni para el autobús, tuvo que volver al pueblo andando y descalzo. Era un santo aquel hombre, sólo tenía un defecto: le gustaba hacernos pajas a los monaguillos y, además, de un modo especial. Pillaba a uno, le abría la bragueta, le metía la mano en los calzoncillos y con un dedo le daba vueltecillas a su colilla hasta que se la ponía tiesa. Y no te creas que nos la meneaba a escondidas, no; cuando le metía mano a un monaguillo lo hacía delante de los demás. Al que le tocaba la china tenía que aguantar marea y encima soportar las risitas de los otros.
Recuerdo que una vez me puse enfermo y el cura vino a visitarme. Se sentó en la cama, apartó las sábanas, me bajó el pijama y empezó con las vueltecillas de marras. Pero esa tarde se calentó más de lo normal, quizá por verme en la cama y con tan poca ropa. El caso es que lo vi sudar y jadear de tal manera que me entró miedo. Menos mal que se me ocurrió gritar:
-¡Madre, tráigame un vaso de agua!
Rápidamente me subió el pijama, me tapó y puso cara de bueno: Si aquel día no llegó a andar tan listo, no sé qué hubiera pasado.
En esa época se les tenía tanto respeto a los curas que no nos atrevíamos a protestar, y ni se nos pasaba por la cabeza contárselo a nuestros padres. Así que desde los ocho a los diez años tuve que soportar las pajillas de aquel buen señor una semana sí y la otra también.
-Pero si se os ponía tiesa es que os daba gustirrinín…
-Yo no sé si me daba gustirrinín o no, lo que sí te digo es que la primera vez que me la meneé yo solito lo hice dándole vueltecillas a mi colilla con el dedo.
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