El Mundo Today

2011/09/20

Cena de Nochebuena

El sueño más impactante que puedo recordar lo tuve a los diecisiete años. Por aquel entonces, yo era un jovencito tan extremadamente tímido que para mí suponía un verdadero problema cualquier relación con personas desconocidas, convirtiéndose en un suplicio si se trataba de mujeres. Acababa de conseguir mi primer trabajo como camarero de fin de semana en el bar de un pueblo cercano al mío. El jornal era más mísero que escaso pero acepté el empleo porque me obligaría a entablar contacto con la gente, a superar mis complejos que en aquellos años paralizaban el ímpetu juvenil que aullaba en mi interior. Porque estaba hambriento de experiencias, ansiaba conocer lo que la vida podía ofrecerme.
No me equivoqué. A los pocos días mi encarcelado espíritu aprendió que no era tan complicado romper el hielo con un desconocido y empecé a acostumbrarme a las conversaciones triviales de taberna, a comentar jugadas de fútbol y manos de mus, a corear goles y protestar pitas.
Estos pequeños progresos espolearon mi audacia, tanto que decidí aventurarme en el misterioso y aterrador mundo femenino.
Ella era casi tan joven como yo. Pasaba gran parte de las tardes en la esquina de la barra, sentada frente a su interminable coca-cola y fumando un cigarrillo tras otro. Era bajita, no muy guapa, con una de esas melenas rubias cardadas que en aquel tiempo se estilaban en las discotecas, y un pequeño cuerpecito que albergaba más curvas de las que yo había imaginado que existieran en la realidad. Me recordaba a las heroínas de los comics de superhéroes galácticos, siempre embutidas en trajes elásticos que permitieran admirar su poderoso pecho, su cintura estrechísima, su cadera exacta.
Así era ella. O así la veía yo al menos. Las primeras conversaciones que entablamos, gracias a su iniciativa, naturalmente, fueron torpes y resbaladizas, sazonadas de mi rubor y de sus risas, pero poco a poco, tarde a tarde, fui tranquilizándome y empecé a disfrutar de su charla, de su pícara mirada, del movimiento de su cuerpo cuando saltaba de la banqueta hacia la máquina del tabaco.
Vivía sola. Acababa de emanciparse de sus padres, que se habían ido a la capital, y mantenía una relación con un novio con el que esperaba llegar a casarse.
Aquel año mi familia decidió pasar las Navidades fuera de la ciudad, en casa de unos familiares catalanes a los que todos adoraban menos yo. Hasta entonces nunca se me había ocurrido desvincularme de un proyecto de esta índole, ya que en mi casa se respiraba un ambiente muy tradicional y la Navidad era para pasarla todos juntos. Pero esa tarde le comenté a mi nueva amiga mis poco apetecibles planes brindándole, sin saberlo, la oportunidad que su traviesa mente esperaba. Apoyó los codos en la barra, sobre ellos su carita con esa mirada viciosa que me desvencijaba, y dejó caer su pecho sobre el mármol con un rebote que hizo vibrar su gimnástico canalillo y la piel de mi escroto.
-Podrías decirles que esa noche trabajas e invitarme a pasar una noche buena contigo en casa de tus padres. Estaríamos solos, ¿no?
No pude contestar. No me salió la voz. Un tartamudeo se me atragantó y, tras toserlo, asentí con la cabeza. Casi instantáneamente, la garra de la culpabilidad me atenazó el vientre pero, ¿cómo iba a negarme? Mentiría a mi familia, rompería la tradición navideña y llevaría a casa a una chica que además tenía novio; lo que fuera, pero mis manos me temblaban de ganas por explorar el cuerpo de esa especie de novia de Flash Gordon.
Fue una nochebuena sin cena. Yo era virgen, pero no iba a permitir que ella lo supiera, mi incipiente orgullito varonil me empujaba a simular una experiencia que no tenía.
Entramos en casa, cerré la puerta y la besé. Largamente, intentando olvidar la prisa y los nervios. Me arrodillé frente a ella, le quité las botas y le bajé despacio los pantalones escuchando cómo cambiaba su respiración. Eso me excitó tremendamente. Ella se apoyó en la mesa, se quitó con un movimiento la camiseta y el sostén, abrió levemente sus piernas e inclinó hacia atrás la cabeza. Yo, aún de rodillas, le di un beso suave en el muslo, justo al lado del borde de la braga. Miré hacia arriba y me abandoné en esa mirada a la belleza que se me ofrecía, a la heroína de cómic hecha carne, erguida ante mí, al suave e irregular movimiento de sus tetas, a la erección descarada de sus pezones. Dejé que esperara, que se sintiera recorrida por mi deseo, y sentí cómo ella lo recibía, cómo se abandonaba a la caricia de mis ojos, gimiendo quedamente y arqueándose muy poco a poco.
Apoyé mis manos justo al lado de su ombligo y la fui acariciando lentamente hacia arriba, hasta hacer suave presa en sus pechos. Ella gimió más fuerte y me miró. Era la primer vez que disfrutaba de los ojos humedecidos de una mujer excitada y sentí cómo crecía mi erección. Lo estaba haciendo bien, y me envalentoné. Cogí sus bragas por los bordes y las hice descender con lentitud, parando un momento en las rodillas. Calor, mucho calor. Un beso justo en la raíz del vello y ella que cierra ligeramente las piernas para que la prenda resbale y luego las abre más, con descaro, con el pubis alzado, mostrando y ofreciendo la belleza de su coño a mi boca. Parece que la estoy viendo, suspirando y gimiendo más fuerte aún al sentir el primer contacto de mi lengua, retorciéndose con la precaución de no alejarse de los labios, del calor, de la caricia suave y eléctrica que la hace sentirse envuelta y sumergida en su propia humedad, oyendo sus propios jadeos como si fueran de otra persona.
Apoyó sus manos en mis hombros y me empujó hacia el suelo. Me desnudó rápidamente, con decisión, expresando su prisa por ser penetrada, pero, de repente, se quedó quieta y se dedicó a observar mi polla erecta. La besó. Con tal suavidad que casi no sentí la caricia, casi la imaginé. Repitió el beso. Otra vez, pero con los labios un poco más abiertos. La besó de nuevo pero esta vez la pequeña presión hizo que mi glande resbalara un poco dentro de sus labios.
Y me corrí.
Sí, amigo, tontamente me corrí, de forma instantánea, incontrolable.
Escupió mi semen y un par de insultos. Estaba muy enfadada. Me llamó niñato y minutillo, y gritaba que la culpa era suya por liarse con meones, mientras se vestía con precipitación. Yo no podía reaccionar. Aterrorizado y muerto de vergüenza vi como daba el portazo y se iba sin poder articular una palabra.
El sentido del ridículo y el sentimiento de culpa se aliaron esa noche para ofrecerme un sueño que difícilmente olvidaré.
Yo veía a mi alrededor a toda mi familia: mis padres, mis hermanos, y hasta a los tíos catalanes a los que no había querido visitar. Estaban sentados en el comedor, en actitud de empezar a cenar, pero había algo extraño: el ángulo desde donde yo podía verlos, mi ubicación no era normal. De repente, entendí.
Estaba sobre la mesa, tumbado en una gran fuente y rodeado de un humillo de olor a tostado y una generosa guarnición de patatas y verdura. La cena era yo.
Mis familiares charlaban animadamente mientras mi madre empezaba a trincharme, dando explicaciones a los demás sobre cómo conseguir el punto de asado sin que la carne pierda jugosidad. Yo intentaba gritar, pero no podía. Tenía una manzana en la boca.
Tajadas de mi cuerpo iban distribuyéndose por los platos mientras mi hermana elogiaba las virtudes culinarias de mamá y yo descubro que a la cena también está invitada mi cardada amante, mi compañera de travesura, que saborea delicadamente un bocado especial: mi propio pene, empalmado de forma artificial.
-No le he metido bechamel para que no empalague -aclara mi madre-, el relleno está hecho con el hígado picadito y un poco rehogado.
Desde la fuente, mi cabeza ladeada observa cómo mi conquista chupetea dulcemente mi polla que cada vez se endurece más, y descubro que me excito y que siento sus labios a pesar de la amputación y el tueste. Gimo y muerdo la manzana, mientras mi verga en tensión da pequeños latigazos dentro de su boca que se dedica ya a chuparla entera, recorriéndola de arriba abajo una y otra vez hasta que no puedo más.
Empiezo a eyacular salvajemente y ella saca de su boca mi rabo y lo agita alegremente en el aire, rociando a todos de semen y trocitos de hígado que brotan de mi encabritado.



<< Penitencia    Reto nº 4>>

21 comments:

  1. Jodeeer. Tu encabritado ¿qué? O es: "de mí, encabritado". ¿Eras un cabrito al horno? ¿Con bechamel? Diosss.
    Lo que sí me ha quedado claro es la diferencia entre la Nochebuena y una noche buena.

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  2. "de mi encabritado glande"
    Se trata de un errata por omisión. Y si algo no debemos omitir es un glande encabritado. No suele dejarse.

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  3. Energu, por favor, añade el glande después de encabritado. No soporto ver un cuento castrado.

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  4. Más que castrado, canibalizado. Pobre glande indefenso. Pero la culpa es suya por ser el bocado de la reina.
    Lo malo es que si ahora corrijo la errata, no se entienden los comentarios. Además, no queda tan mal, está empezando a gustarme. Es como una ejaculatio interrupta, y encima sazonada con sangre. La verga con sangre entra y tal...

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  5. Pero ¿es que alguien lee los comentarios?
    ¿Acaso eres uno de esos filólogos que dan más importancia a las notas a pie de página que al texto?

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  6. Se empieza defendiendo la supresión del glande y se acaba justificando la ablación de clítoris.

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  7. Cosas veredes… Energu defendiendo la supresión del glande. Mis sospechas se confirman: Energu es mujer… y feminista.

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  8. Bibi Andersen.23/09/2011, 03:06

    Estoy con Energu, sin glande mola más.

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  9. Lorena Bobbitt23/09/2011, 03:07

    Completamente de acuerdo, Bibi.

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  10. Íker Jiménez23/09/2011, 03:07

    Lo de menos es que el glande aparezca o no, lo fundamental del caso es dónde está.

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  11. ¿Existen glandes fantasmas? Y si existen, ¿pueden encabritarse?

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  12. Existen. Se encabritan. Atacan. En grupo. Por oleadas.

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  13. Ande o no ande, caballo glande.

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  14. Ofrezco mi humilde aportación para que este post bata el récord de comentarios del presente blog.

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  15. En este caso no hay duda. Las notas al pie, si no mejoran el texto, lo completan, lo englandecen, lo modifican, preñándolo de sentido (jodó, yo debería escribir los discursos de don Juan Carlos).

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  16. La reina y yo exigimos la inmediata restitución del glande extraviado.
    ¡Uno, glande, libre!

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  17. Que se pronuncie Froilán.

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  18. ¡Ba! ¡Cuanto jaleo por un glande! Yo en mi cole los consigo por dozenas y sin estrenar.

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  19. Estoy sorprendido de la cantidad de palabras que puede sugerir la amputación de una sola. Valió la pena la cercenación.

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  20. José Luis López Vázquez28/09/2011, 14:50

    ¡Cercenada! ¡Sajada! ¡Gui-llo-ti-na-da!

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  21. Juan Ilde, el Fonso28/09/2011, 17:12

    Con unas sardinitas bien pochás, para el almuerzo el glande

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