El Mundo Today

2012/04/10

Donde habitan los monstruos

Una historia que me ha contado Laura

-Tengo en casa unas latas de espárragos que están pidiendo que nos las comamos. ¿Alguien se anima?
Esta inocente invitación se iba a convertir para mí en el inicio de una relación que duró varios años. Estaban ya cerrando el bar y me pareció una buena idea llevar a mis amigos a casa y continuar allí la fiesta. Pero sólo celebró la propuesta un muchacho al que me habían presentado esa noche, y lo celebró con entusiasmo, pues desde el momento de conocernos no había dejado de mirar golosamente mi escote. Era guapo y yo esa noche había tomado un par de tequilas de más. No necesito aclarar que fui yo quien acabó saboreando espárrago, de una forma tan dulce y sincera que el chico se quedó a vivir conmigo.

Fue una relación sexual apasionada y casi siempre divertida. Yo era joven, tenía diecisiete años y una tendencia clara hacia la estética punkie, mientras que él, unos años mayor que yo, estaba más influenciado por el movimiento hippie, el antimilitarismo y esas gaitas. Así que nuestros polvos solían ambientarse con una curiosa mezcla de incienso y cadenas, con los Clash a todo volumen o un sitar gorgoreando.
He de reconocer que me volvía loca, había electricidad entre nosotros. El roce de uno de sus dedos en mi camiseta endurecía mis pezones al instante, bastaba con que me besara suavemente el cuello para notar mis bragas totalmente mojadas. Con unas leves caricias conseguía que yo perdiera toda compostura y pudor, y me observaba a mí misma arrancándome la ropa, pidiéndole polla a gritos.
Si su lengua rozaba mi coño, toda mi vulva comenzaba a palpitar entre mis piernas. Me sentaba sobre su cara y me dejaba abismar en una serpentina de orgasmos continuos y salvajes que me recorrían como latigazos hasta caer agotada en el colchón, pero sin que dejasen de brotar de mi boca unas roncas obscenidades que hasta a mí me sorprendían. Eso lo enervaba. Me daba la vuelta, yo ya fardo flojo, levantaba mi grupa con sus manos, yo ya abierta y sometida, y me llenaba entera, toda yo ya coño, de su palpitante polla.
Solía cogerme el cuello sin fuerzas y volverme la cara hacia el espejo para que disfrutara de una visión increíble de mí misma, emputecida y sudada, ronroneante y blanda, mientras él tomaba mi colina por detrás, arqueado y tenso regalo de un último calambrazo que me hacía llorar de gusto.
Dado nuestro talante liberal y las ideas progresistas con las que adornábamos nuestra estética personal, la relación tenía un carácter libre y abierto. Pretendíamos ahuyentar cualquier rasgo posesivo y no nos guardábamos fidelidad. Recuerdo bien que al principio hasta me parecía inmoral disfrutar yo sola de él habiendo tantas mujeres por ahí.

Sin embargo, nuestra idealista postura tan difícil de mantener fue resquebrajándose y haciendo aguas con los años y, de hecho, fueron los celos los causantes de una agria y poco amistosa separación.
Fue tanto el rencor acumulado que yo no sentiría zanjada la cuestión hasta disfrutar de una pequeña venganza por las injurias recibidas. Imagino que seguía enamorada.
Fuera por lo que fuese, dejé volar mi imaginación y maquiné una perversa escena de mi gusto. Por aquel entonces trabajaba como limpiadora en un cuartel de la policía nacional y trabé relación con un fornido teniente de esos que mi antiguo novio detestaba y que a mí, para ser sincera, me gustaba mucho. Llamé por teléfono a mi viejo compañero proponiéndole una cita en mi casa para recordar buenos tiempos y olvidar rencillas. Él, naturalmente, accedió. Lo que no podía imaginar es que, tras unas copas y un rato de charla y justo en el momento en que él, ya desnudo, disfrutaba de una nostálgica mamada de espárrago, iba a aparecer en casa mi nuevo y uniformado amante. Tuvo el tiempo justo de coger apresuradamente su ropa y esconderse bajo la cama. Yo había colocado nuestro viejo espejo con una estratégica inclinación que le permitiera no perderse detalle de lo que iba a suceder sobre el colchón que lo cobijaba. Le devolví así el placer visual que él tantas veces me brindó, y lo hice a conciencia, para ofrecerle una versión de mí misma más enguarrecida y obscena que nunca, y disfrutada por un hombre de uniforme de los que él, por sus ideas, nunca había soportado.
No permití, por lo tanto, que mi amante se desnudara. Abrí su bragueta y dejé brotar su picha, fláccida aún, que quedó colgando paralela a la porra que portaba en el cinturón. Le cogí suavemente la de caucho y, arropándola entre mis tetas, empecé a lamerle la punta. La verga de mi teniente se endurecía al ver cómo ensalivaba yo la porra y alcanzó una erección de reventar cuando yo me introduje por detrás la otra polla ya lubricada.
Yo, maniobrando con una mano por mi popa, y con la proa ya inclinada para mamar el mástil que se me ofrecía, pensé en mi pobre amigo de la bodega y se me escapó un ronco gemido de boca llena. Empezaba el oleaje de lo que iba a ser una gran tempestad.
El amor es a veces así de cruel.
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Las vueltecillas >>

2 comments:

  1. ...coniooo. qué calor

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  2. Ay, Reibeca, ¿qué le harías al instructor del autoescuela para que te aprobara con nota?, cuando los demás aprobamos sin más, y eso a la tercera en el mejor de los casos. ¿Seguirá soltero el obispo de Mondoñedo?, me asalta la duda.

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