Como un Scrooge cualquiera, usé la excusa de la crisis para no enviar cestas de Navidad a mis empleados ni a mis vasallos ni a mis clientes ni a mis ex amantes ni a mis parientes. Recibí no obstante, con puntualidad, las acostumbradas viandas en mi domicilio y hasta me permití protestar mentalmente: «Vaya, otro año paletilla en vez de jamón».
A uno que me pidió un adelanto de la paga extraordinaria, lo eché el día 21 con cajas destempladas. Ni siquiera le di lotería para que se consolara en el Reino de la Hipótesis. Prácticamente se había despedido a sí mismo. Hay que conocer a quien te paga. No me importa que me pidan, nunca doy; pero es que este me había pedido de malas maneras.
Previamente ya había despachado con cajas destempladas a los putos hijos de la vecina, cuando por Todos los Santos habían osado llamar a mi puerta disfrazados de momias, al grito de «truco o trato», cuando ni el «trick» era truco ni el «treat» era trato; así que les dije que no entendía y que se fueran a pintarrajear significantes sin significado con un espray fosforescente, amenazándoles con provocarles lesiones corporales, incluidas fracturas óseas, si no obedecían de inmediato.
Así las cosas, era cuestión de tiempo que comenzara el desfile de fantasmas moralizantes. Todos los años la misma canción. Qué coñazo.
El primero, claro, fue el fantasma de las Navidades pasadas. Tenía falta de riego y Alzheimer. Un Alzheimer de caballo. Ni siquiera recordaba dónde iba la puta hache de Alzheimer, ¿o era Al's hammer? También tenía cáncer de páncreas. Pero aquí el Alzheimer le venía al pelo. Para sobrellevar lo otro.
Al fantasma de las Navidades pasadas le di una botella de anís «Las cadenas», llena, y un tenedor con que rascarla. Se bebió todo el anís, claro. Menudo era. El fantasma de las Navidades pasadas era Maíllo, un borracho de tomo lomo alérgico al jabón y objetor de la ducha pero como persona, extraordinaria. Por deferencia a mi padre, una vez se disfrazó de caótico rey Melchor expresamente para mí; y por su culpa, mucho después de que la verdad me curtiera respecto de sospechosos loners como Papá Noel y el Olentzero, seguí creyendo en los Magos de Oriente. Porque a estos los había visto. Joder, si me habían llamado por mi nombre. Mi baño de verdad se retrasó por culpa de Maíllo, persona de gran vida interior que me mantuvo en el Reino de las Tinieblas más de lo necesario.
Lo del Olentzero fue fácil. ¿Quién mecagoendiós iba a creerse que un gañán carbonero, que baja del monte para no morirse de frío, va a traer regalos? Hasta un niño se da cuenta.
El fantasma de las Navidades presentes se presentó como un gorrón de tomo lomo. «Qué poca vergüenza», me dije, «ya podía venir cenado», pero la crisis es lo que tiene: tu mujer se va con otro y tú te tienes que ir con ellos. Ahora, una cosa es que se utilice como excusa y otra que la excusa sea imaginaria. Luego se puso truculento, apocalíptico, algorero:
--Los casquetes se derriten. Los osos polares devoran a sus oseznos. Los esquimales se afeminan. Por Nochevieja se ejecutarán --profetizó ominosamente-- a los misioneros de Mauritania. Y nos pasarán el vídeo para que nos lo creamos y para que sepamos hasta qué punto nos odian. Además, ahora ya saben que con nosotros siempre toca premio. También saben el precio: un cambio de política exterior, 192 muertos. Un millón de euros, un secuestrado. Por Reyes secuestrarán a otro atunero, el «Patxarana».
En el momento de escribir, el o la fantasma de las Navidades futuras no ha hecho acto de presencia. Se conoce que aprobaron la Ley, pero no el presupuesto. O viceversa.